TRADICIONES NAVIDEÑAS (2)

Hipérbole y desmadre del turrón

¿Qué hubiera pasado si a Picasso le hubiera dado por hacer turrón? Estamos cada vez más cerca de experimentarlo

Tradiciones Navideñas (1): La Lotería de Navidad y Scarlett O’Hara

La feria del turrón en Xixona.

La feria del turrón en Xixona.

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

De manera acorde a ese mayúsculo seísmo creativo y sin límites que experimenta la gastronomía en los países ricos, así, como si se tratase de las subsiguientes réplicas, se inmiscuye en la Navidad el deleite turronero, moviendo cimientos, removiendo las placas tectónicas de la conciencia y asaltando paladares, pero convirtiendo también los sabores y recetas traidicionales en objetos de museo.

La cocina es ahora alquimia dispuesta a llevar a la máxima aquello de “en la variedad está el gusto”. Y así, lo clásico, lo añejo, lo original, acaba cayendo en muchas ocasiones en el olvido y se arrincona en las estanterías de los supermercados en detrimento de esos nuevos productos estrella que han venido a revolucionar (o sólo a revolotear, no se sabe muy bien) el mercado. Porque aquí también se puede reducir todo a un simple -o no tanto- : “Es el mercado, amigos”.

Hace no mucho, en los hogares se dejaba durante todas las fiestas en la mesa del salón una bandeja forrada con papel “albal” en la que se colocaba a modo de un tetris dulzón turrón del duro, del blando, de chocolate, y luego ya, en un alarde de ostentación, se podía incluir el de guirlache (el famoso ‘rompedientes’), el de yema tostada, el de coco, uno de frutas, o el de chocolate con avellanas. El tradicional alimento navideño te lo vendían con aquella musiquita emocional, que se nos ha quedado para siempre en el disco duro, del “Vueve a casa, vuelve a tu hogar”, o te lo traía un lobo, o lo convertían en objeto aspiracional con el reclamo de que era el “turrón más caro del mundo”.

Pero eso se acabó, finito, the end, c'est fini, 结束了. Ahora, ríase usted del Madamina, il catalogo è questo mozartiano, porque el turrón -o lo que quiera que se anuncie como tal- ha entrado en una fase de experimentación, hipérbole y desmadre que uno ya no sabe si poner en Navidad como entrante una sopita de marisco o unos turrones de ibéricos.

Antes de que me tomen por exagerado, sepan que los hay de foie, mojito, palomitas, chocolate con anchoas, cerveza, gintonic, patatas fritas, curry con fresa, pan con tomate, kikos… Pero hay que situarse. Imaginemos esa cocina…perdón, ese laboratorio -ahora se cocina en laboratorios-, en plena sesión de brain storming , invocando la creatividad de Picasso, dándole al rosco de la güija en busca de que la inspiración llegue del más allá -porque se trata siempre de ir más allá; plus ultra-. Se trata de hallar ese don para dar con una receta que procure una “explosión de sabores”, “una vivencia”, “la plus grande et indescriptible expérimentation”, “el sometimiento de los sentidos” y otros gustos y regustos varios que ya prometían varias religiones hace la tira de siglos.

Ahora hay mentes pensantes y chefs “cocinantes” dándole a la imaginación o al sacrilegio y concibiendo emulsiones, esferificaciones, deconstrucciones, reducciones… y turrones.

Así, no es de extrañar que lo primero que se les venga a la cabeza cuando se deciden a preparar un buen turrón no sean precisamente la miel, unas almendras o un poco de azúcar sino un Quimicefa. Y ahí está todo. Ése es el verdadero Big Bang turronero.

Turrones de Jijona listos para empaquetar.

Turrones de Jijona listos para empaquetar. / EPE

El problema es que la cosa se nos puede acabar yendo de las manos. Para empezar, la variedad de turrones es tal que en algunas casas ya se ven obligados a hacer un referéndum (legal, eso sí) o una macroencuesta familiar para ver qué sabores se compran, que la cosa de la inflación está desbocada y toca pagar a escote. Por eso tu cuñado te manda a mediados de mes la lista de turrones disponibles por We Transfer, porque el excel no entra en un correo, que pesa un huevo, ingrediente original de la cosa, por cierto.

Con el turrón estamos ante otro cambio conceptual y generacional, que nos ha situado de sopetón ante una odisea turronera, como en una versión cañí del 2001 de Kubrick, y ahora nos imaginamos a HAL 9000 diseñando sabores y elaborando recetas.

Esto acacabará irremediablemente en manos de ChatGPT y tendremos turrón de felicidad, turrón de amor, turrón de posicionamiento en SEO, turrón de mindfullness o turrón de socratismo irredento (sin cicuta, claro). O, ya puestos, un menú navideño a base de turrones, comenzando por uno de crema de bogavante, luego el de cochinillo y de postre el turrón de turrón, o sea, el clásico, el de la receta de la “abuela”, difícil de encontrar, porque la abuela se ha hartado de vernos con el móvil en la mano y se ha ido a su cuarto a escuchar Spotify o a hacerle preguntas a la Inteligencia Artificial.

Después de todo, así es la libertad, también la culinaria. Y se trata de alcanzar igualmente la fraternidad pasando antes, eso sí, por la igualdad. Y en reclamo de esta habrá que exigir sin peros ni excusas que el contenido de esas cajas de turrón exquisitamente decoradas con frutos resplandecientes, brillantes cerezas o manzanas asadas jugosas tenga relación directa, o parecido al menos, con lo que contiene su interior. Que no caiga sobre nosotros el peso de la decepción y ese pensamiento de frustración que desemboca en la cinematográfica expresión de “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. Porque entre la tradición y la traición hay sólo una “d” de diferencia. Y estaría bueno que, después de todo, el turrón, estos turrones, nos fueran a dejar indiferentes.