TRA(D)ICIONES NAVIDEÑAS (1)

La Lotería de Navidad y Scarlett O’Hara

Coges el montón de décimos que llevas este año, incluido un sinfín de participaciones, y constatas que esta Navidad lo de la lotería se te ha vuelto a ir de las manos

Lotería de Navidad 2023, en directo: última hora del sorteo, horarios y búsqueda de números

Empleados de la administración que vendió parte del número 5490.

Empleados de la administración que vendió parte del número 5490. / EP

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

El teatro de la vida. Drama. Acto 1. Música de Chopin de fondo: “Que no, que no quiero más lotería, no me digáis nada de más lotería, que estoy hasta las… Bueno, venga, anda, dame a mí un décimo, a ver si va a tocar y soy el único que no lleva”. Baja el telón.

Reconozcámoslo: este tipo de frases son las que más se escuchan cada Navidad en España. Casi podríamos asegurar que por delante de la de “Felices fiestas”, o de esa otra de “Que pases una buena noche”, que solemos intercambiar cada Nochebuena, ya pasado el (mal) trago de una lotería que genera en los españoles más descontento que la declaración de Hacienda y más desencanto que la clasificación final del Festival de Eurovisión.

Sí, es cierto que siempre hay unos afortunados. Los telediarios se encargan de rebozárnoslo el ”Día Nacional de la Frustración y del Al menos tenemos salud. Pero no somos nosotros. Esos elegidos constituyen una especie de microclima en este mundo sometido a un cambio climático en el que una vez al año aguardamos que un bombo lo que nos cambie sea la vida. Porque lo del medioambiente ya, si eso, lo dejamos para otro siglo. Y a saber dónde estaremos entonces.

Celebración en una administración de lotería de Barberá del Vallés donde se vendió el Gordo en 2022.

Celebración en una administración de lotería de Barberá del Vallés donde se vendió el Gordo en 2022. / Ferran Nadeu

La ilusión debería ser gratuita, pero tentarla, tratar de acercarnos a ella, nos cuesta un riñón y parte del otro. Todo empieza con un embaucamiento cada fin de año. Nos seducen con melancólicos calvos de Navidad haciendo burbujitas en el aire, o con anuncios similares que nos tocan la fibra. Incluso son capaces de echar mano del mismísimo Raphael, que nos hipnotizó un año con aquel dorado y edulcorado “Na, na, na, na , na , na, na, na”. Todo vale para lograr que aflojemos la guita. Y vaya si la soltamos. Habría que pedirle al INE, o a la autoridad competente, que estudie si cada año pasa más gente por la taquilla del Museo del Prado o si lo hace por la ventanilla de Doña Manolita.

Los que pintan la fortuna cada 22 de diciembre con mucho arte son los niños de San Ildefonso. Su dulce cantinela despierta a unos y mantiene expectantes a otros desde primera hora de la mañana. Y eso que ahora ya no suenan con la magia de aquel poético “125.000 peeeeseeeetaaaass” de antaño. Con la llegada del euro nos fastidaron también la partitura y nos encarecieron los décimos. La modernidad nos ha traído, de paso, una depreciación insólita. Hace unas décadas si eras uno de los afortunados con el Gordo, te podías comprar un casoplón, también una casita en el pueblo o en la playa, un cochecito y les dejabas a tus descendientes unos ahorrillos. Ahora, el agraciado cae en la desgracia de constatar que el Gordo no da ni para un chalet en la capital. Como dicen en Bilbao, te toca el primer premio y piensas: “Bah, lo que jugaba”.

Luego está la descorazonadora ley de la probabilidad, que si te detienes y reparas en ella no compras ni una mísera participación, claro. Los números no engañan (otra cosa es que después del sorteo nos sintamos engañados): las posibilidades de que tu boleto acabe siendo el Gordo son de 1 entre 100.000. O sea, un 0,00001%. Aun así, como la fe mueve montañas, comenzamos cada 22 de diciembre esperando una intercesión del más allá, o que los del más acá, o sea, los que sacan las bolitas de los bombos, tengan a bien leer y nuestro número y cantar la millonada esa que siempre nos resulta tan escalofriante cuando la soñamos. Y, claro, la cosa se va torciendo conforme avanza el sorteo y comprobamos que, un año más, nos toca ser espectadores de la alegría ajena. 

ESPAÑA LOTERIA NAVIDAD

Los niños de san Ildefonso, los protagonistas de la Lotería de Navidad. / Juan Carlos Hidalgo

La cosa sucede más o menos así:

Te levantas. Enciendes el televisor. El sorteo está a punto de empezar. La televisión se regocija mostrando el ambiente del lugar donde se celebra ese sorteo. Te sientes con un gusanillo interior muy especial, y mantienes en el rostro media sonrisilla sin saber muy bien si ello obedece a un tic nervioso o a una ensoñación momentánea. 

Coges el montón de décimos que llevas este año, incluido un sinfín de participaciones, y constatas que esta Navidad lo de la lotería se te ha vuelto a ir de las manos. El pensamiento te lleva a un afrodisiaco “Bueno, con tanto número es imposible que no me toque algo. Este va a ser mi año”. Al cabo de un rato, sale un tercer premio: nada, ni una cifra en su sitio. Pero, tranquilo, todavía queda mucho. Van saliendo más premios, pero se han vendido en administraciones de otras provincias. Hasta en la conchinchina, pero en tu localidad, nada. A las dos horas de sorteo, comienzas a notar cierta ansiedad y esa media sonrisilla se ha esfumado… Sale el Segundo premio: cachis -piensas-, tengo uno que si cambias de posición el último número por el primero y el penúltimo por el segundo se acerca un poco. Y así, irrumpen en escena premios y más premios y sigues en blanco, de vacío, rien de rien. Que no cunda el pánico, te dices, en un monólogo que se acerca inexorablemente al fracaso. Pero aún queda el Gordo. El premio de los premios.  

Sale el Gordo. Nada. Agua. Vaya por Dios, acaba en el único número cuya terminación no llevas. No puede ser verdad. Aún así, esperas que suene el teléfono y que alguien te dé una alegría, por si llevas una participación de esas que no tienes en mente o localizada. Pero nada. Coges el móvil, a ver si es que tienes un guasap sorpresa. Tampoco. Algo cabizbajo, dejas reposar ya un fino halo de esperanza en ese último tercer premio que queda por salir. “Un pellizquito -barruntas por lo bajini- para ir un fin de semana a París con los niños”. Pero, claro, debe de ser que como los niños ya vienen de París por defecto, ese tercer premio va y sale en la otra punta de España, dejándote una cara de poema, de rima o de leyenda, que más da. Y sigues como ayer. Adiós al yate, adiós al descapotable, adiós a tus vendettas  y asuntos pendientes, adiós a la cancelación de tu hipoteca. Adiós, en definitiva al cuento de la lechera.  

De golpe y porrazo, se ha venido abajo el castillo de naipes-sueños que cada año elucubras ante la posibilidad de que te toque el Gordo. Con los ojos llorosos abres el correo y eliminas el borrador en el que te despedías (eufemismo donde los haya) de tus compañeros de oficina, vuelves a mirar tu vida laboral y a calcular cuántos años te quedan para jubilarte. Es un drama. Suena el teléfono. Lo coges. Es tu cuñado favorito. Y suena la frase fatídica que, una vez podada de maldiciones, blasfemias, insultos y desagravios, queda en un simple y aplastante a la vez: “Ni un duro, cuñao, ni un duro”.

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Algunos de los curiosos disfraces que se pueden ver en el Teatro Real el día del sorteo. / Agencias

Ya sólo queda humillarse a la esperanza de la pedrea y esperar que, al menos, recuperes parte de lo que juegas. Usas el buscador de la web de ELPERIÓDICO DE ESPAÑA. Pero los dioses no están contigo. Has buscado hasta la participación de veinte céntimos que te regalaron en la frutería. Pero tras un buen rato introduciendo los caprichosos e inútiles números que juegas, ahora sí, constatas que eres más pobre que antes de “invertir” en la ilusión de la Lotería de Navidad. Entonces, te acuerdas del calvo de las narices, del “Na, na, na, na, na, na, na, na,” de Raphael, de las tres horas de espera en la fila de doña Manolita y de la ley de probabilidades.

Sales de casa desilusionado, hundido, errático, mirando al vacío, y te encuentras a don Ramón, el vecino del 3ºC, un optimista infatigable e irreducible: “Bueno, por lo menos tenemos salud”, te dice, apenas unas horas antes de que acabes en Urgencias por una intoxicación por culpa de unos percebes que estaban a un “precio irresistible”.

Y, entonces, desde la camilla del hospital, gritas con el puño en alto, cual Scarlett O’Hara: “A Dios pongo por testigo de que no volveré a jugar”. Y en ese instante entra en la habitación tu cuñado favorito, y antes siquiera de preguntarte si sobrevivirás, te espeta: “Cuñao, ¿te cojo Lotería del Niño del bar de Frasquito?