Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Morir en paz

Dejamos mucho que desear como sociedad porque no somos capaces de permitirle a la gente morir tranquila

Morir en paz

Morir en paz / LA PROVINCIA

Me gustaría no parecer desagradable en el artículo de hoy. Que no se queden ustedes solo con el contenido sino también con el continente. Siento una tremenda necesidad de escribir acerca de esto y no sé si seré capaz de mantener la compostura. Dejamos mucho que desear como sociedad. Ya empiezo a perder las formas. Podría darle a la tecla con una flecha hacia la izquierda y borrar lo que acabo de escribir, pero no me da la gana. Dejamos mucho que desear como sociedad porque no somos capaces de permitirle a la gente morir tranquila, ni a sus familiares transitar la pérdida, ya sea repentina o esperada, sin estar escuchando especulaciones acerca de cómo o de qué murió el ser querido que les ha dejado.

En los últimos meses han fallecido personas con cierta imagen pública, lo que ha hecho que las redes sociales se llenen de sus fotos, porque el Facebook, el Instagram o el estado de WhatsApp se han convertido en los nuevos tanatorios en los que despedirse del difunto y comentar cuánto sorprende la partida de fulano o de mengano, mientras se espera con ansia el momento oportuno para hacer la pregunta estrella: «¿De qué murió?». No digo que entre amigos (y en la intimidad) esa pregunta sea impertinente. Lo es cuando en redes la hace gente a la que nunca le has visto la cara. Después viene el análisis de la causa de la muerte. Porque, así como los canales de mensajería instantánea pueden ser los nuevos tanatorios, con la misma pueden ser también un anatómico forense. ¿Un infarto?, eso es por culpa de las vacunas. ¿Un ictus?, es que vivimos muy deprisa. ¿Cáncer?, maldita enfermedad del S. XXI. Espérate, ¿un suicidio? Silencio de cinco segundos.

Y ahí ya salen a la carga todos los psicólogos y los curas que viven agazapados dentro de nosotros. El psicólogo que intenta averiguar qué le pasaba (como si ya eso importase) y el cura que juzga que haya tomado la decisión más cobarde. ¿Perdona? «Co… qué». Váyase usted al carajo. No, tampoco pienso borrar esto. Estoy harta de que no nos mordamos la lengua y nos envenenemos de una vez por todas o de que no se nos caiga a cachos cuando vamos a hablar -o a juzgar- sin que se nos dé vela en el entierro, nunca mejor dicho. La única persona que tiene derecho a decidir cuándo ponerle fin a su vida es la persona que se habita a sí misma. No, no me vale que me digan que es un egoísta porque deja a sus familiares sufriendo. Más egoísta me parece no respetar la decisión de alguien, por jodida, dura y cruel que sea, y pretender que viva sufriendo para evitar que sufran los demás. Y no, no es una apología al suicidio. Claro que hay que estar al lado de quien lo está pasando mal. Buscar ayuda, ser refugio, abrigo, salvavidas.

Obvio que es nuestro deber humano mostrarle la luz, por más oscuridad que le envuelva. Sin embargo, en ocasiones, nadie ve venir el dolor ajeno. ¿Saben ustedes eso de «La procesión se lleva por dentro»? Pues hay quienes la saben llevar con mucha discreción. Este artículo es un grito de hartura a la diatriba que somos capaces de urdir si alguien se suicida. Pero ¿quiénes nos hemos creído para concluir si su decisión es acertada o no? ¿Se han parado a pensar que aquel que decide acabar con todo porque el sufrimiento le ahoga, no solo está acabando con el sufrimiento del presente sino también con todas las alegrías que podría haber vivido en el futuro? Entonces, por favor, no vuelvan a decir que quien coge ese camino es un cobarde o un egoísta. Cómprense un espejo, señores, mírense sus vidas, mírense a sí mismos a ver si les gustaría que hablasen de ustedes como lo hacen de otros. La gente tiene derecho a morir en paz. Bastantes preguntas se harán sus familiares más cercanos, que son los que tendrán que digerir una nueva vida con ese vacío. Ustedes, sí, tú y yo, nos olvidaremos del tema y nos centraremos en la guagua que perdió los frenos en el parque San Telmo y se llevó por delante a no sé cuántas personas. ¿O arrolló solo a una? ¿O sí tenía frenos y fue por otra cosa? ¿O el conductor estaba borracho? Y así, entre rumor y rumor, opinión tras opinión e imprecación más imprecación se nos va la vida. Esa que creemos que tan bien estamos viviendo. De verdad, eh, de verdad, ¡qué hartura!