CRÍTICA DE ÓPERA

'Los maestros cantores de Núremberg' en el Real: otro triunfo escénico de Laurent Pelly

El director de escena francés acierta de nuevo con su propuesta para "la más alemana de las óperas alemanas" que firmó Wagner, con un Heras-Casado un tanto descafeinado a la batuta

'Los maestros cantores de Núremberg', de Richard Wagner, en la nueva producción del Teatro Real.

'Los maestros cantores de Núremberg', de Richard Wagner, en la nueva producción del Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

Wagner estaba arruinado. Otra vez. A los parisinos no les había gustado Tannhäuser y al compositor se le ocurrió componer dos óperas pequeñas con las que ganar dinerillo. Nada, un par de minucias: Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Núremberg.

El Teatro Real estrenó anoche una nueva producción de la edificante historia del poeta zapatero Hans Sachs, bajo la batuta de Pablo Heras-Casado y la dirección escénica de Laurent Pelly. La obra de Wagner, que dura cuatro horas largas sin contar los descansos, cuenta una historia brevísima: el orfebre Veit Pogner, maestro cantor, dará hija y hacienda a quien gane el concurso de canciones del día de san Juan. El favorito en las quinielas es Sixtus Beckmesser, escribano de Núremberg y marcador (una especie de examinador) de la ilustre corporación. Para su desgracia, aparece en escena Walther von Stolzing, un aristócrata que lleva un par de días en la ciudad y que se ha enamorado hasta las trancas de la muchacha en liza (que, a todo esto, se llama Eva). El caballero, un tanto desubicado, pide pasar el examen de ingreso: si le admiten podrá competir en la competición del día siguiente. Lamentablemente, haber aprendido música con el canto de los pájaros y los rumores del bosque no es suficiente para los estrechos eruditos. ¡Recórcholis! Por suerte, entre ellos está Hans Sachs, el único capaz de sobrepasar los rígidos esquemas de la tradición y encontrar el valor de esa belleza salvaje y telúrica.

La cosa sigue así: Sachs se queda rumiando el dilema. ¿Y si el apego a los cánones académicos aleja el arte de los maestros del sentir puro, analfabeto y verdadero del sagrado pueblo alemán? Mientras el rijoso Beckmesser trata de seducir a Eva con una serenata descacharrada, Sachs se propone instruir a Walter para que su canción sea, al tiempo, arte vivo, pero en consonancia con depósito de la sacrosanta cultura germánica.

Wagner dedicó muchos esfuerzos a construir su propia leyenda, pero bajo los ropajes del genio reluce, de tanto en tanto, su irritante humanidad. De joven escribió una ópera (La prohibición de amar) porque su novia no quería arrimarse al catre; en Los maestros cantores, el compositor no solo se reivindica como la síntesis perfecta entre tradición y modernidad (ja), sino que se despacha a gusto contra sus detractores, personificados en el ridículo y malicioso Beckmesser, en el que algunos reconocen la caricatura judeizada del crítico musical Eduard Hanslick.

No sé si les he advertido: todo esto es una comedia, pero no de esas de reírse a carcajadas (¿qué somos, italianos?), sino de las de sonreírse por dentro. Miren, unos cantantes cantando dentro de una ópera tiene su gracia, como los personajes de Hamlet haciendo teatro. La propuesta de Pelly (a quien ya hemos visto en el Real con su extraordinario Falstaff y su no menos brillante versión de Viva la mamma) trata de histerizar a los involucrados en el sainete: los maestros deambulan histriónicos, con pelos de recién levantados y los gabanes cubiertos de polvo; el aprendiz de Sachs se atornilla la boina y el macilento Beckmesser se cimbrea como una sabandija. Con gran inteligencia, Pelly construye una Núremberg de cajas de cartón, cuya solemne autoridad como reservorio de las esencias civilizatorias se destartala tan pronto sus habitantes se mueven sin cuidado.

Además, la representación está trufada de elementos simbólicos: Pogner, decano de los maestros, se apoya en una muleta cuya base imita las raíces de un árbol; los maestros se encuadran tras un desvencijado marco dorado, armado con pedazos disímiles y el taller del zapatero protagonista está infestado de libros, como emblema de las posibilidades razonables y aperturistas de la cultura.

Heras-Casado, quien prosigue su recorrido por la obra completa de Wagner en el coliseo madrileño, ha optado por una interpretación inflamada de la partitura, por un sonido romático y, en ciertos momentos, casi belcantista. Los momentos más caricaturescos apenas fueron aprovechados por la orquesta y el extraordinario final contrapuntísitico del segundo acto sonó bastante embarullado. Sobre las tablas, destacan Gerald Finley en el papel protagonista y la brillante encarnación de Leig Melrose en el ingrato rol de Beckmesser sobre el conjunto de un notable reparto coral.

Gerald Finley (Sachs) y Leigh Melrose (Sixtus Beckmesser), en escena.

Gerald Finley (Sachs) y Leigh Melrose (Sixtus Beckmesser), en escena. / Javier del Real | Teatro Real

Maestros cantores es una ópera antipática no solo por su exagerada duración (tristemente, nadie aconsejó a Wagner sobre los beneficios de dejar al público con ganas de más) o por la grosera autorreivindicación del compositor a cada estrofa ("Soy la persona más alemana, soy el espíritu alemán", dejó escrito mientras la componía), sino por el uso propagandístico que hicieron del título los muchachitos de las esvásticas. "La más alemana de las óperas alemanas", llegó a afirmar Goebbles, como si eso fuera algo bueno. Al final del tercer acto, cuando los maestros se deciden a aceptar al aristócrata desclasado entre sus filas tras el papelón que acaba de hacer Beckmesser cantando sinsentidos (toda la obra está cruzada por una reivindicación de la burguesía, esa nueva aristocracia del espíritu), el caballero con Stolzing dice que quiere "ser feliz sin maestrías". Sachs lo reprende con un famoso monólogo: "Si el pueblo y el imperio alemán decayeran bajo un poder forastero, ningún príncipe velaría por su pueblo: y modos de extranjera trivialidad brotarían en la alemana tierra. ¡Honrad a los maestros alemanes y conjuraréis a los buenos espíritus! ¡Y si os mostráis fieles a su influjo, aunque se esfume como el humo el Sacro Imperio Romano Germánico, siempre existirá floreciente el Sacro Reino del Arte Alemán!".

Me temo que Wagner no estaría de acuerdo con la idea que nos presenta Pelly de que la cultura, los libros y la música son esa nación etérea en la que podemos refugiarnos de la severidad y la malicia. No obstante, en el libreto se dicen otras cosas gravísimas, como que la ignorancia del pueblo solo es comparable a la de las mujeres o que un viudo puede desposar a una jovencita encontrando en ella "hija y esposa a la vez". Pero dejemos eso para otro día.