Opinión | ANÁLISIS

Políticas frente a la sequía

En definitiva, el secular y recurrente problema español se agranda por causa del efecto invernadero, pero en todo caso estamos frente a una lacra que no debería sorprendernos

Los usos de agua se recortan drásticamente por la sequía en Cataluña

Los usos de agua se recortan drásticamente por la sequía en Cataluña / Efe

Estamos viviendo un episodio de grave sequía que amenaza seriamente nuestra normalidad vital y económica. Como siempre, el déficit de agua se debe sobre todo a la insuficiencia de las lluvias durante un largo periodo, que sucede cíclicamente cada cierto tiempo, pero ahora está agravado por los efectos del calentamiento global, que además de influir en el propio clima, incrementa la evaporación y reduce la escorrentía. En definitiva, el secular y recurrente problema español se agranda por causa del efecto invernadero, pero en todo caso estamos frente a una lacra que no debería sorprendernos. En el periodo 1944-1947, casi se secó el Ebro y desapareció el Manzanares. Y en el siglo XVIII (1749-1753), la mitad septentrional de la península padeció una sequía intensa de la que no había precedente histórico.

Es obvio que no se puede influir sobre la aleatoriedad del clima (además de luchar contra el cambio climático), pero sí es posible planificar la gestión, la reserva y la producción de los recursos hídricos. Los romanos sembraron la península de azudes y presas para regular los ríos, y hoy es posible aplicar los nuevos conocimientos y las últimas tecnologías disponibles para reducir el impacto espontáneo de la climatología adversa, que amenaza con desertificar buena parte del país.

Para resolver preventivamente el problema de la escasez de recursos hídricos, hay que considerar primero las necesidades que se han de cubrir. En nuestro país, la agricultura consume aproximadamente el 80% del agua disponible, en tanto el abastecimiento urbano utiliza el 14% y la industria el 6%. Estas cifras ya dan idea de que las primeras decisiones que han de adoptarse en caso de escasez han de afectar a la agricultura, que en España sigue utilizando todavía sistemas arcaicos de regadío, como el riego a manta, de escasísima productividad. Los países del cercano y medio oriente son expertos en riego por goteo, por ejemplo, que produce magníficos resultados con un mínimo consumo de agua.

A posteriori, el proceso de planificación no solo ha de dedicarse a acomodar la oferta a la demanda sino también a proteger el dominio púbico hidráulico y a mantener el equilibrio del desarrollo regional y sectorial en torno a los ríos. Y hay dos herramientas físicas que cabe utilizar: los embalses y los trasvases. Nuestros ríos recogen al año unos 106.000 Hm3, de los que apenas unos 9.000 —menos del 10%— podría ser utilizado si no existiera regulación. Nuestra capacidad de embalse, vital para el mayor aprovechamiento, es algo superior a la media europea, pero todavía podría incrementarse, siempre que existiera consenso al respecto, que debería considerar el innegable impacto ambiental de las presas.

Del mismo modo, los trasvases entre cuencas permiten corregir desequilibrios hídricos, pero tropiezan con fuertes resistencias políticas y ecológicas. Las sucesivas generaciones deberán decidir si es o no pertinente corregir los déficit de la España meridional mediante agua trasvasada desde la España septentrional (el trasvase del Ebro es objeto de larga y encendida polémica). Finalmente, como remedio extremo a la falta de recursos en zonas contiguas a las costas, cabe recurrir a las desaladoras, que tienen una elevada huella de carbono, producen agua a un precio elevado y contaminan el litoral con las salmueras. Pero son insustituibles en casos extremos.

La gestión del agua está descentralizada en España, y en tanto las cuencas hidrográficas unirregionales son de ámbito autonómico, las intercomunitarias —nueve en total— son administradas por el Ministerio para la Transición Ecológica. En este marco competencial, habría que encajar un plan Hidrológico Nacional a largo plazo que englobe los planes de cuenca y que resuelva la oferta futura de agua mediante las intervenciones e inversiones necesarias. Hace falta, en fin, un gran consenso hidrológico estatal, que no se ha conseguido hasta el momento pero que habría que plantear.

Es evidente que la planificación hidrológica estatal está íntimamente ligada a la ordenación global del territorio, y no puede realizarse de espaldas al diseño del propio país. Las actividades agropecuarias, que dependen directísimamente de la disponibilidad de agua, estructuran el suelo, fijan la población a la red rural de asentamientos y en tal sentido combaten la despoblación y cuidan la naturaleza en zonas de baja densidad poblacional y alto valor ambiental. La Política Agraria Común de la UE persigue el mismo objetivo proteccionista: salvar el campo europeo de las tendencias urbanísticas que lo desertizarían. Se trata, pues, de actuar en todos los planos políticos —el europeo, el estatal y el autonómico— para que todos los esfuerzos equilibrantes vayan en la misma dirección. Para lo cual será indispensable, obviamente, un magnánimo sentido de la política y de la solidaridad.