Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA
Nuestras cosas
Un juguete sucio, desconchado, entre cascotes, una imagen metafórica muy potente, es un símbolo del desastre, de la ruina
El mundo se está arrasando a sí mismo, quizás para librarse del dañino parásito que lo esquilma. No sería justo tenerle rencor por ello, hay que reconocer que hemos empezado nosotros.
Contemplo las imágenes del terremoto de Marruecos, de las inundaciones en Libia… Después de la tragedia irreparable de las vidas humanas, de todas esas personas que han muerto y todas las que han perdido familiares y amigos, la gente ha perdido todo lo demás. Sus modos de vida, sus casas, sus cosas.
No sé por qué cuando miro esas imágenes siempre se me fija en la retina y en la mente la soledad de los objetos (un libro, una taza) entre los escombros, embarrados, sucios y perdidos, como únicamente puede estar perdido lo que está fuera de su contexto. Un juguete sucio, desconchado, entre cascotes, una imagen metafórica muy potente, es un símbolo del desastre, de la ruina. Nada expresa mejor la desolación, y yo no puedo evitar imaginar a quién pertenecían esas cosas, cómo era la persona que las amó acaso sin darse verdadera cuenta de cuánto las amaba.
Mi adorado Juan Ramón Jiménez se maravillaba de «¡qué quietas están las cosas! Y qué bien se está con ellas», y yo me suelo acordar de esos versos suyos a menudo, especialmente cuando las circunstancias me obligan a pasar mucho tiempo lejos de ellas, de la habitación donde trabajo, la que fui acomodando con mis libros y mis trastos y que mi hermano del alma Rafael Maldonado dice que es, exactamente, la plasmación física de mi mente.
Y es en esos momentos cuando descubro que, una vez más, Juan Ramón tenía razón, que se está muy bien con las cosas de uno porque son amables y se están quietas y porque parece que te quieren como tú las quieres a ellas. Y que su integridad es, finalmente, la tuya.
Yo siempre he tenido apego a los objetos. Creo en ellos como en amuletos y, junto a los libros, han ido formando un modo propio de genealogía. Porque las cosas guardan profundos secretos que son una sutil manera de alma. El cochecito que divirtió mi infancia custodia una tarde de anginas y reposo; el calibre preferido de mi padre, su minucioso modo de construir lo imposible; los libros que me regaló Manolo, su alma y su caligrafía; y aquel ángel de cobre que compré en Postdam, una delgada plegaria por nosotros, por todos nosotros.
Y acabo siempre aceptando que todas esas cosas que son tan mías como yo soy suyo, que me retratan como nos retratan, en silencio, los espejos. Y sé que, llegado el día, sus pequeñas almas sufrirán mi ausencia como yo sufriría, sin duda, su extravío.
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