Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA

Ciudad robada

Quizás lo notamos por eso, porque la luz, que venía del pasado y traía un fulgor limpio, nos hizo ver lo que no habíamos querido ver

Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges. / L.O

Un día despertamos y nos habían robado la ciudad. Era acaso abril, con su luz dorada, con su luz fabricada en otro tiempo (a veces, durante un instante, la ciudad se deja atravesar por el color de una luz que viene de otra época). Quizás lo notamos por eso, porque la luz, que venía del pasado y traía un fulgor limpio, nos hizo ver lo que no habíamos querido ver. Era, sí, abril, como es hoy, y nos percatamos de que la ciudad ya no era nuestra ciudad.

Alguna vez había escrito que mi ciudad, esta ciudad del sur que habito y que me habita, tiene la sangre de arena y por eso se hace y se deshace a sí misma constantemente. Tres mil años lleva jugando a eso, siempre a la orilla de sí misma. Pero no sospechaba yo entonces que en otras ciudades con otras sangres (hay ciudades con sangre de río, las hay también con sangre de montaña, y de meseta) acabaría ocurriendo lo mismo.

He recurrido con frecuencia a aquello que una vez escribió Borges: "He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires". El poema empezaba así y concluía: "Alguien casi idéntico a mí, alguien que no habrá leído esta página,/ lamentará las torres de cemento y el talado obelisco".

Así que un día de abril, de repente, quizás igual que le pasó a Borges, nos paramos en mitad de la calle y vimos que no era la misma calle, que donde estuvo aquel café donde tu padre te permitió dar el primer sorbo oscuro y amargo, caliente y espiritual, al que desde entonces reverencias como a un dios necesario, ahora hay un pub sueco. Y que el cine aquel donde diste el beso primero a la primera novia, aquel que marcaría ya para siempre la medida de todos los demás, ahora es una tienda de ropa muy barata, primaria y desechable. Y los que una vez fueron vecinos, gente conocida que iba a comprar el pan o a por un dedal a la mercería de la esquina (que ya tampoco existe, ahora es un local de consigna de equipajes, sin nadie que lo atienda), han sido reemplazados por turistas que arrastran maletas mientras miran en el móvil dónde queda el apartamento que han alquilado para consumar su invasión. Una invasión absurda, porque se supone que la gente viaja para encontrar otros paisajes, otros paisanajes, y al final lo que encuentra son las cadenas de tiendas y restaurantes idénticas a las de la ciudad de donde provienen, y a su vivo reflejo en bermudas arrastrando las mismas maletas tamaño cabina. Todo homogéneo, feo, desangelado, absurdo.

Hoy he caminado, acaso como usted mismo, por una ciudad que también se llama como la ciudad donde nacimos, pero que ya no es esa ciudad. Y me he sentido más solo que nunca, desorientado y rodeado de extraños.