TRADICIONES NAVIDEÑAS (3)

Cuando la decoración se nos va de las manos

A lo tonto a lo tonto, nos hemos plantado ante nuestro verdadero siglo de las Luces: hace dos días estábamos hablando de crisis energética, y ya hemos pasado página

Abel Caballero, en la inauguración de la iluminación de Navidad en Vigo.

Abel Caballero, en la inauguración de la iluminación de Navidad en Vigo.

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

Burro grande, ande o no ande, nos dice el refrán. O para ser más fieles al retrato contemporáneo, aunque repose sobre la Grecia clásica, mejor un caballo de Troya. Algo descomunal, acorde al decorado de este tiempo. Porque este tiempo, el que se sobredimensiona fuera de la esfera de un reloj, si algo tiene es decorado.

La Navidad ha desatado definitiva e irrefrenablemente el frenesí del atrezzo,de la saturación lumínica y, así, de los Juegos Olímpicos de aquella Grecia hemos pasado hoy a la competición por el “bombillaje”, por el alumbrado en una especie de remake pagano (y paganini) del “Hágase la luz”. En este culto por la luminiscencia el becerro de oro ha sido sustituido por cientos de miles de bombillas, luces led y un sinfín de cachivaches eléctricos que confieren vida propia a un alumbrado kilométrico e hiperbólico, paradigma de la exageración y de lo mayúsculo. Y a lo tonto a lo tonto, nos hemos plantado ante nuestro verdadero siglo de las Luces.

A la cabeza del movimiento, Vigo, que es ya una ciudad que se ve mejor desde el espacio que la muralla china (que, por cierto, eso de que esta es visible desde el espacio es un cuento chino). La city gallega se ha convertido en un reclamo turístico merced a esa exaltación luminosa y ahora van surgiendo más localidades con idéntica pretensión. Es una competición sin reglas ni complejos. Hace dos días estábamos hablando de crisis energética, y ya hemos pasado página. Si Edison levantara la cabeza…

Y, claro, si culo veo, culo quiero (con perdón), y ahora ya miles de casas, chalets y viviendas de todo tipo se cubren de alumbrados rojos, verdes, azules, amarillo chillón, ahora intermitentes, ahora serpenteantes, en zig zag, vertical, horizontal, tridimensional… Todo como tratando de emular un universo en expansión chisporroteante de tics lumínicos. En expansión y en escalada libre, porque ahora le ha dado al personal por colocar a Reyes Magos y papás noeles trepando por miles de edificios, que tienen a los niños desconcertaditos. Vas andando por cualquier barrio y levantando la mirada a un sinfín de seres encaramados en repisas, ventanas y terrazas, cual Juanito Oiarzábal, como si la vida fuera un ochomil.

Eso por fuera, que por dentro la cosa también tiene miga. El Belén ya no cuenta con tanto tirón, es cierto. También hay que reconocer que era más costoso y las figuritas, las buenas, las artesanales, costaban un riñón. Aún así, sigue habiendo un buen número de hogares que mantienen esa tradición que convierte el papel de aluminio en ríos y lagos, y la harina en nieve. Con esto del harinado, a veces hay quien se emociona creando un sinfín de capas de nieve sin reparar en que el Niño Jesús tiene que soportar estoico el capricho creativo ataviado con un simple pañal bajo el Portal.

Coches atascados bajo la iluminación navideña en Barcelona.

Coches atascados bajo la iluminación navideña en Barcelona. / EPE

En esos belenes también llama la atención la descompensación de tamaños, pudiendo encontrar a un Herodes junto a dos soldados romanos que le sacan la cabeza y tres cuerpos de ancho a los camellos sobre los que reposan los Reyes Magos, o a ovejas más grandes que los pastores. Problemas de logística, o de anacronismo, porque unas figuritas se compraron en la Plaza Mayor hace quince años, y otras esta misma semana de urgencia en la tienda de la esquina (antiguamente conocida como la del “todo a cien”).

Lo cierto es que ahora hay más tradición por colocar en el salón un árbol de Navidad. Junto a la ventana, como mandan los cánones, para que el vecino de enfrente vea las lucecitas (aquí también hay lucecitas, y las habrá hasta que un día tumbemos la red eléctrica). Pero con el arbolito, el tamaño también importa. Y aquí ya entramos otra vez en competición, con gente dispuesta a hacerse con una secuoya y sacrificando el espacio vital con el noble fin de impresionar a las visitas y antes a los seguidores de Facebook e Instagram, porque la foto del árbol, ya acabado de montar, sale echando leches vía virtual a los amigos para que comprueben cómo ha quedado la cosa.

Y no olvidemos el materialismo histórico (tranquilos, de momento no hay árboles marxistas): en el pasado los árboles eran en su mayoría de plasticucho, e iban perdiendo su follaje al armarlo y desarmarlo. Ahora no, ahora ya replican con fidelidad lo natural, y se hacen con materiales más nobles, que dan el pego. Los hay que vienen ya nevados de serie, eso sí. Y luego la cantidad de bolas que soportan depende del grado de moderación de cada casa, sin que falten aquellos que creen que cuantas más, mejor, logrando que en algunos casos estemos ante una pirámide de bolas en las que ni se intuye la presencia de ramaje alguno.

Pero la dulzura del hogar no podría soportar una Navidad sin esos otros complementos que, a modo de aderezo, van salpicando por aquí y por allá cada rincón de la vivienda. ¿Quién no ha entrado en una casa donde hay velas suficientes para iluminar Notre Dame? (Vale, no ha sido una comparación feliz). ¿Y qué decir de esas pegatinas que se colocan sobre el cristal de las ventanas con papanoeles varios, renos, muérdago y frases en inglés, que durarán décadas porque no hay forma de arrancarlas sin rayar el cristalito? Tampoco faltan calcetines gigantes, coronas y centros de ramas y muérdago, muñecos de jengibre, cascanueces, pistas de patinaje dickensianas… Que la casa parezca un museo. Al precio que sea.

Y como culmen del exceso decorativo, el adornito de la puerta de nuestra humilde morada, que da la bienvenida al visitante. Comenzamos en su día con un pequeño detallito sobre la mirilla, y ahora ya, envalentonados, vamos por objetos que no entrarían en el escenario de la Scala de Milán, que si alguna vez falla el ascensor y vas subiendo a casa por la escalera crees estar en el museo de Madame Tussaud. ¿Qué necesidad hay de usar renos de tamaño natural? Pero aceptémoslo, así somos. Efervescentes en la interpretación de la tradición y en constante búsqueda de nuevas sensaciones. Será que estamos alumbrando un nuevo tiempo, una nueva manera de entender la Navidad. O puede que todo se resuma a que todos y cada uno de nosotros llevamos un alcalde de Vigo en nuestro interior.