Opinión | TRIBUNA

Fuegos en València

Lo vemos en Gaza y en Ucrania, pero también está ahí, ante nosotros, en la calle Maestro Rodrigo

Un incendio devora un edificio en Valencia

Un incendio devora un edificio en Valencia

Nos llegó la primera imagen por whasapp. Cuando vi las doradas llamas, abrazando dos plantas o tres de un edificio del barrio Nuevo Campanar, le pregunté a mi esposa: ¿Pero será un fake, no? Las redes se abalanzaron imponiéndome la respuesta. No, no lo era. A los pocos minutos, las llamas subían como pétalos, ahogando el edificio entero en un limbo infernal. Siguieron llegando imágenes con noticias de que diversas dotaciones de bomberos ya estaban en la zona. Mientras, ajeno a las miradas de todos, el heroico conserje del edificio, al parecer, iba avisando piso por piso a los habitantes de la necesidad de evacuar el edificio.

Esa tragedia secreta, esas horas contra reloj, caóticas, indefensas, traumáticas, que debemos imaginar en esos cientos de vecinos, nos hacen pensar lo cerca que estamos de la catástrofe. La negligencia es una guerra. Nuestra imaginación se disparó. No veíamos posibilidad de que el fuego se detuviera en ese edificio. Más bien veíamos toda la calle contagiada, en una expansión sin límites. Ese fuego parecía el ángel de la destrucción.

En la tarde de ayer conocimos de cerca la angustia de quienes lo han perdido todo. Lo vemos en Gaza y en Ucrania, pero también está ahí, ante nosotros, en la calle Maestro Rodrigo. El mundo tecnificado se levanta sobre el polvorín. Requiere el mayor cuidado. Pero se impone la impresión de que ya hace tiempo que hemos perdido esa atención por las cosas que manejamos, muchas de ellas bombas de relojería. Y así nos dominó la sensación de que vivimos en un mundo inseguro.

La impresión no hizo sino aumentar a lo largo de la tarde. Cuando vimos a esas dos personas moviéndose agitadas por un balcón rodeado de llamas, nos echamos las manos a la cabeza. No podía ser verdad. Luego desparecieron como si entraran en el seno de la muerte. Cuando los vimos salir sanos y salvos rescatados por los bomberos, tuvimos por un instante fe en los milagros, pero la pregunta era inevitable.

¿Dónde habían permanecido a salvo? ¿En qué oasis místico habían habitado ese tiempo infinito, sin ser rozados por las llamas? ¿Por qué este fuego parecía ser más intenso por fuera que por dentro?

Esas preguntas comenzaron a ser escuchadas por la radio. Expertos en emergencias, arquitectos, constructores, no podían dejar de señalar que el fuego se había señoreado del contorno del edificio a una velocidad prodigiosa. Los más de 60 ks/hora del viento explicaban parte, pero no todo.

Algo en los recubrimientos del edificio atizaba el fuego a una velocidad incontrolable. La cuestión se atajó. El edificio es demasiado nuevo, decía algún experto, como para cometer ese error. Un poco más tarde alguien dijo la palabra en la radio. Un material plástico -ahora una resina- podría ser el causante de la perturbadora expansión del incendio. Las redes comenzaron con sus exageraciones macabras: que el recubrimiento estaba hecho con el material de las fallas.

Pero se imponía la noticia de que no había víctimas mortales. Bomberos magullados, intoxicados, algo reparable. Queríamos creer, pero no podíamos. Luego, frente al televisor, vimos a los bomberos en la terraza del entresuelo, en medio de las llamas y no cesábamos de rogar que saltaran ya, sin dilación. Al final llegó la noticia que empezó a alertarnos. Llegó como un martillazo. El edificio no tenía seis años, tenía exactamente dieciséis. Fue concluido en el 2008. Todo se interpretó desde este dato. Luego, que si el promotor había quebrado, que si se había hecho dueño un banco, que si se había acabado deprisa y corriendo… El poliuretano es rápido. Si se quiere abaratar costes, es idóneo. Lo siniestro reemergió. Ahora el escenario nos retrotraía a la burbuja inmobiliaria contra la que València se alzó y generó aquello que se llamó Compromís.

En aquel tiempo todo estuvo permitido. Las leyes más laxas, las formas más precipitadas, las calidades más falseadas, el ritmo más violento. A la noche, los drones de la UME nos vinieron a ofrecer una analogía más con los campos de batalla. Planeando, habían divisado cuatro cadáveres. Violar la atención y el cuidado, el respeto, tirar por la borda toda ética profesional, tiene sus consecuencias. Es como las promesas de Dios. Tardan en cumplirse, pero siempre lo hacen. Abro los periódicos de esta cadena y leo las declaraciones de Toni Hospitaler.

"Con la normativa vigente hoy en día, no se podría dar un incendio como el ocurrido". Es la normativa la culpable de estas muertes. Es aquella época la culpable de estas muertes. Es la avaricia de aquella época, que llevó a la profesión de constructor a miles de arribistas y aficionados, obsesionados por el lucro, la culpable de lo sucedido.

Lo supusimos siempre. Lo sabemos ahora, cuando el principio de realidad impone su dura pedagogía de muertos y desaparecidos. Y sin embargo, paséense por Godella o por Bétera y verán de nuevo el mundo en obras. Se urbaniza resucitando los viejos PAIs que los consistorios recuperan, pero los fondos vienen de inversores internacionales. Destruirán los campos del valle de Bétera y los parajes más emblemáticos de Godella.

Es como si hubieran dado la orden de poner grúas por doquier tan pronto cambió el gobierno regional. Y lo que se edifica ahora son los viejos PAI que quedaron pendientes con la crisis del 2008, la mayoría aprobados por la ley que regía en el 2001, de la que ahora vemos las consecuencias. Esa ley permisiva, irresponsable, que Europa denunció, pero que hoy día administraciones municipales, solo interesadas en el dinero, han vuelto a poner en marcha.