Opinión | ANÁLISIS

Incoherencias

El ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, en el Senado.

El ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, en el Senado. / Europa Press/Alberto Ortega

El mundo académico universitario nunca deja de sorprenderme. Acabo de terminar un Trabajo de Fin de Grado, tras varios años haciendo Lengua y Literatura Española –lo que toda la vida se ha llamado "Filología Hispánica"–, y cuál no sería mi sorpresa cuando, hace unos días, mi tutora me indicó que el documento debía contener un "Anexo de sostenibilización curricular". El reto consistía en relacionar el tema de mi TFG con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030. Un loable objetivo, si no fuera porque mi ensayo versa sobre la etapa surrealista en la obra poética de Emilio Prados. A priori, establecer la conexión resulta complicado, ya que el surrealismo no abogaba por los ecosistemas terrestres, la lucha contra el hambre o la salud y el bienestar –de hecho, llevó a varios escritores al suicidio: Vaché, Crevel…–. Lo que quiero decir es que tal vez tenga sentido encontrar la contribución a la sostenibilidad en trabajos de ciencias o sociología, pero hacer lo propio en un ensayo puramente filológico se puede convertir en un auténtico desafío que raya la absurdez.

Cuando le expuse esta postura a mi tutora, la pobre mujer se justificó alegando que se trataba de un nuevo requisito obligatorio para los TFG, incorporado en este curso tras un acuerdo en la universidad –una universidad pública española–. "Échale imaginación", me aconsejó. Y eso hice. Acabé hablando de memoria histórica, libertad de expresión… Un poco cogido con alfileres, la verdad. Pero resultaba imposible hallar una conexión más convincente.

No cuestiono la necesidad de conocer y reivindicar los objetivos de la Agenda 2030, adoptados en 2015 por los líderes mundiales pertenecientes a la Organización de las Naciones Unidas con el fin de "erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos" en 2030. Sin embargo, dudo que esta forma de vincularnos a ellos sea la más efectiva, a pesar de las buenas intenciones y el compromiso demostrado por la universidad. Se me ocurre, por ejemplo, que una asignatura obligatoria en todos los grados, relacionada con los contenidos de la Agenda 2030, sería más útil que inventar una relación peregrina entre Emilio Prados y el cambio climático.

Hay cosas que no termino de compre»nder respecto a la ONU. ¿Cómo es posible que Estados Unidos, uno de los países fundadores de esta institución, se haga pasar por defensor de los derechos humanos y considere legal la pena de muerte en veintisiete de sus cincuenta Estados? Hace poco, se publicaba la noticia de la ejecución de un preso en Alabama a través de un nuevo método: asfixia por gas nitrógeno. La polémica quedó servida desde que la oficina de derechos humanos de la ONU afirmó que podría tratarse de torturas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Los periodistas que fueron testigos de la ejecución declararon que el preso sufrió visiblemente durante varios minutos, retorciéndose y luchando por respirar. El mundo occidental ha mostrado su repulsa ante los hechos.

Sin embargo, la única diferencia entre esta y otras ejecuciones es el sufrimiento del preso. En otros casos, se recurre a la llamada “inyección letal”: la administración por vía intravenosa de una combinación de fármacos que acaban produciendo un paro cardíaco. Este método limpio y silencioso sustituye, desde los años setenta, a otros como la silla eléctrica –»moderna, americana y funcional», que cantaba Javier Krahe–. En la actualidad, de los veintisiete estados americanos que consideran legal la pena de muerte, diecinueve de ellos la tienen vigente. Es decir, se sigue atentando legalmente contra el más universal de los derechos humanos: el derecho a la vida.

Hay más ejemplos de incoherencia, como el asunto del Protocolo de Kyoto, un acuerdo internacional tomado en el marco de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático que entró en vigor en 2005. Su objetivo es reducir las emisiones de los seis principales gases de efecto invernadero. Estados Unidos se negó a adoptarlo alegando que perjudicaba su economía.

Y a nadie parece sorprenderle lo suficiente nada de esto. Mucho se habla del mundo musulmán y de sus atrocidades, cuando tenemos al gigante del planeta saltándose como quiere las reglas de la civilización, con un derecho constitucional a portar armas de fuego. Allí todo se puede resolver con dos tiros. Sin embargo, la sede de la ONU está en Nueva York, donde los sintecho alcanzan cifras estratosféricas –3.439 personas en 2022–y la gente puede morirse en la calle si no tiene dinero para pagar al hospital. Y aquí andamos preocupados por meter a capón la Agenda 2030 en un trabajo de literatura española.