Opinión | SISTEMA POLÍTICO

Dos grandes frustraciones nacionales

Hablando de la España que emana de la Constitución de 1978, la felicidad se vincula al concepto amplio de libertad pero también, inevitablemente, al de prosperidad

El Estado de las autonomías, con pretensiones federalizantes, no ha conseguido reducir significativamente las distancias económicas entre comunidades

El Estado de las autonomías, con pretensiones federalizantes, no ha conseguido reducir significativamente las distancias económicas entre comunidades / Freepik

Tocqueville dejó escrito que «las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz». Este elocuente aserto nos enfrenta a un compromiso complejo: definir la felicidad. La tarea es ardua pero no parece aventurado decir que las comunidades son felices no en los momentos de exaltación sino cuando crecen despaciosa y continuamente, sin conflictos. Señaló Hegel en la Fenomenología del Espíritu que los periodos felices de la humanidad carecen de historia; de este modo, vinculaba la felicidad a la falta de acontecimientos trascendentes, a la parquedad de cambio social y en definitiva al axioma de que no news are good news. Toynbee se apropió de la idea y Unamuno la utilizó al elogiar la intrahistoria. De cualquier modo, el concepto de felicidad es subjetivo. Es decir, tiene que ver con el grado de integración y con la elevación de cada uno en la escala social.

Hablando de la España que emana de la Constitución de 1978, la felicidad se vincula al concepto amplio de libertad pero también, inevitablemente, al de prosperidad. Nuestro sistema político y social ha evolucionado mucho en estos 45 años, pero ha habido dos importantes frustraciones. El régimen del 78 nos ha permitido desarrollarnos a un ritmo parejo al de las grandes potencias a cuyo ámbito pertenecemos, pero ni hemos tomado ventaja sobre estos países con los que nos emparejamos, ni hemos reducido apreciablemente las diferencias socioeconómicas internas ente regiones «ricas» y «pobres».

Los economistas huyen de establecer comparaciones basadas exclusivamente en el PIB per capita. Sin embargo, este es un indicador indiscutible con una gran capacidad significante. Y se da el caso de que el PIB per capita español está a unos 15 puntos porcentuales por debajo del promedio de la Unión Europea prácticamente desde 1975, con una aproximación de ida y vuelta que alcanzó el cenit en 2004, cuando se produjo la gran ampliación al Este, y España rozó el promedio comunitario. Durante este medio siglo hemos acompañado sin grandes altibajos el devenir de Europa, con un alto paro estructural que no hemos sabido restañar y con una productividad crónicamente baja, que paradójicamente solo ha aumentado en épocas de elevado desempleo.

Pero esta no es la única frustración: el Estado de las autonomías, con pretensiones federalizantes, tampoco ha conseguido reducir significativamente las distancias entre comunidades, y ello a pesar de que la Ley Orgánica de Financiación (LOFCA), que ha ido evolucionando, se ha marcado la redistribución como objetivo. Pero poco se ha conseguido: Canarias, Andalucía, Melilla, Extremadura y Castilla-La Mancha están en la cola del ranking, en tanto Madrid, País Vasco, Navarra y Cataluña ocupan los primeros lugares. Con la particularidad sangrante de que el PIB per capita de la comunidad más rica en 2020 (32.048 €) casi duplica el de la comunidad más pobre (17.448€).

Si alguien pretende utilizar estos argumentos como arma ideológica perderá el tiempo porque tanto la derecha como la izquierda han gobernado largos periodos durante este tiempo. Lo penoso es que estas dos evidencias no sean abordadas con espíritu constructivo por unos y por otros con el ánimo de allanar obstáculos e iniciar un fecundo y dilatado despegue.