Opinión | ÁGORA

Ordenadores llenos, cabezas vacías

La trampa evolutiva es así única y sencilla. Llenar de datos los megaordenadores y vaciar de inteligencia nuestras cabezas

Oficina, ordenadores, trabajo, trabajando, empleo, desempleo, paro, trabajador

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Puedes tener un cerebro tan grande como puedas refrigerar, dice una vieja ley evolutiva. Esta ley también parece regir para la inteligencia artificial. El nuevo Marenostrum 5, el megacomputador recién inaugurado en Barcelona por Sánchez y Aragonés, uno de los más grandes de Europa, necesita una sala de mil metros cuadrados para alojarse. Sin embargo, necesita una sala de dos mil metros cuadrados, justo el doble, para el sistema de refrigeración. Esta sencilla observación nos dice que todo lo que tiene que ver con la Inteligencia Artificial sigue sometido a la ley de la entropía, consume cantidades ingentes de energía y tiene necesidad de limitar el calor que produce. No tiene lugar fuera del mundo físico. Requiere enormes cantidades de agua y contamina de un modo que no imaginamos.

Cuando preguntamos qué logros de utilidad común se derivan de ese megaordenador, calificado como una infraestructura de primer nivel y comparado con la hazaña de tender la primera vía férrea en Cataluña hace 175 años, se nos responde que «podremos avanzar en proyectos como generar un gemelo digital humano». A la pregunta de qué ganaríamos con esa duplicación digital, que imita lo que la naturaleza consigue, al menos por ahora, sin los mil trabajadores que al parecer trabajan en este proyecto, no obtenemos una respuesta convincente. La cosa promete más cuando se nos dice que puede generar 314.000 billones de operaciones, por segundo. ¿Qué necesidad humana requiere esa cantidad de cálculos, me pregunto? Se nos pretende apabullar con que un portátil de gama media tendría que estar 46 años realizando los cálculos que este computador puede hacer en una hora. Pero esas son magnitudes sin sentido para nosotros. Por importante que sea el asunto, ¿para qué necesitaríamos pasarnos 46 años calculando? ¿Y qué ventaja obtendríamos de resolver ese extraño problema de cálculo en una hora?

Otro actor de la vanguardia de la industria digital, Jason Banta, desde San José, California, nos anima con su nueva línea de producción de ordenadores portátiles inteligentes. Se acabaron los ordenadores zoquetes. Ahora podrán operar con programas de IA sin necesidad de trabajar en la nube, serán personalizados. Se trata, según la propaganda de la compañía, del lanzamiento más importante en medio siglo. Eso significa lo más revolucionario de la revolución digital. Es comprensible que el joven Banta diga que todo esto es «vertiginoso y emocionante». Sin embargo, hay un problema. Confiesa que tienen que estudiar cómo conseguir que las baterías no tengan que estar cargándose continuamente. De nuevo la maldita energía. Y el maldito enfriamiento.

Mientras compruebo distraído la felicidad del mundo por los acertantes de la lotería, atiendo a otra noticia de impacto. Una empresa estadounidense está construyendo un motor de fusión nuclear para cohetes espaciales que superará los motores químicos. Este sistema, Helicity Drive, que funcionará con un combustible muy ligero, permitirá que se puedan equipar cohetes que no necesiten cargar con tanto combustible que haría materialmente imposible el despegue. La ventaja de este nuevo motor, según dice la empresa, es que nos permitirá viajar ida y vuelta a Marte -ya se sabe, un paraíso verde- en solo cuatro meses. Con cierto candor la empresa dice que ese viaje ya lo puede resistir un cuerpo humano y es optimista. Aunque la fusión todavía no se ha logrado en tierra, sino dos veces, el portavoz dice que en el espacio es otra cosa.

La estructura de todas estas noticias, como otras que podría citar, es que nos mantienen expectantes de un futuro en el que alguna promesa se cumplirá, algún récord se conquistará, alguna cosa no vista antes se verá. Nos quieren convencer de que nos movemos, aunque no se nos diga hacia dónde. Pues la verdad es que, si a lo que llegamos es a lo presente, no parece alentador que además lo hagamos de forma más rápida. Lo que se nos promete no compensa lo que perdemos. El parámetro con el que se acreditan todas estas hazañas no es la vida cotidiana. Es el propio estado de la ciencia. Hablamos en todos los casos de avances tecnológicos que sirven a otras ciencias, no tanto de avances que sirvan a la vida de los seres humanos de carne y hueso. Todo lo que nos prometen es más velocidad, más aceleración. Nada que permita conquistar algo concreto, material, algo que todos consideremos vitalmente importante.

Es comprensible que investigadores de la Universidad de Estocolmo hayan inventariado hasta catorce trampas evolutivas en las que está cayendo la humanidad que le ha tocado vivir el presente. Catorce, ni más ni menos. Todas ellas pueden poner en peligro nuestra supervivencia. Pero en realidad, todas esas trampas, muchas de ellas evidentes, se resumen en una. Aumenta la velocidad a la que podemos hacer las cosas, pero disminuye a marchas forzadas nuestro poder de identificar y decidir lo que queremos hacer.

No es extraño que cuando el tal Banta, de San José, California, nos explica para qué servirá un ordenador con capacidad de llevar incorporada la inteligencia artificial, nos diga que, con su capacidad de calcular, el ordenador podrá anticipar nuestras necesidades de futuro. Ya hemos cerrado el círculo. Ahí estamos al final de una humanidad que ya habrá transferido a otra instancia que calculará a trescientos billones de operaciones por segundo el sentido de lo que es necesario para su existencia. La trampa evolutiva es así única y sencilla. Llenar de datos los megaordenadores y vaciar de inteligencia nuestras cabezas.