Opinión | VERDIALES

Fortuna

Gracias a las palabras de una poeta me he dado cuenta de lo afortunada que soy, de que mi vida es única, salvaje y preciosa

El sótano de la librería Strand, en Nueva York

El sótano de la librería Strand, en Nueva York / EPE

“Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”. Con esta pregunta, hecha de versos y sueños, la escritora estadounidense Mary Oliver cierra su poema El día de verano, uno de los más conocidos de su obra, muy prolífica, aunque tristemente poco traducida en España.

No es una cuestión baladí y, por tanto, tampoco es fácil de responder. Pero, claro, para poder afrontar la profunda reflexión que conlleva hay que habérsela planteado antes, algo inusual en las frenéticas circunstancias en las que sobrevivimos. Hoy la calma es un bien de lujo, y ni siquiera está a la venta.

Recuerdo la primera vez que leí ese poema de Mary Oliver, hace ya tiempo, tanto que yo era entonces una persona distinta, otra mujer, no mejor ni peor, sólo diferente. Lo hice en voz alta, que es como debe recitarse la poesía para que trascienda y no se quede en la superficie del intelecto, donde acumulamos las narraciones mundanas, aquellas que tienen que ver con la frivolidad y el placer.

Confieso que no sucedió mucho más en aquel momento, aparte de quedarme prendada de esa voz recién descubierta, a la que me pasé meses buscando en cada librería que visitaba, sin importar la ciudad o el país.

Han pasado los años y yo, pese a haber cambiado y crecido, en lo personal y en lo literario, he seguido yendo al encuentro de Mary Oliver, de sus libros y sus fotografías, de sus versos y sus ensayos, de sus reflexiones y su sonrisa, de su única, salvaje y preciosa vida.

La última vez que di con ella fue hace unos días, en una de mis librerías favoritas, Strand, en Nueva York. Da igual que me aloje lejos o cerca de la calle 12 con Broadway, que es donde está ubicada la sede principal, en el barrio de Union Square, en el East Side. Siempre que voy a Manhattan paso por Strand y me pierdo por sus interminables pasillos, recorro los ¡37 kilómetros de libros! que hay en sus tres plantas.

Iba camino de la caja para pagar el ejemplar que había ido a comprar (una edición de bolsillo de En Grand Central Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart), y me detuve en la mesa reservada a “Autores galardonados”. Allí estaba, de un modo bastante discreto, he de decir, el noruego Jon Fosse, último premio Nobel de Literatura y, justo a su lado, Mary Oliver (en 1984 logró el Pulitzer de Poesía y en 1992, el National Book Award).

Ensueño

Cogí una antología de sus poemas y busqué El día de verano. Fuera llovía con una fina intensidad y la temperatura, primaveral el día anterior y casi veraniega el de mi llegada a la ciudad, había bajado hasta los diez grados. Lo leí y, al acabar, me quedé un rato en silencio, con los ojos cerrados, en mitad de la ruidosa muchedumbre que había en la librería. No me sentí observada. Si algo tienen los neoyorquinos, además de resiliencia, es una asombrosa habilidad para dejar que el otro pase desapercibido.

Volví de mi momentáneo ensueño, evocador de realidades felices y alcanzables, dejé el libro en el lugar que ocupaba y, después de pagar, me marché a mi encuentro con la poeta Sharon Olds, en cuyos versos, como en los de Mary Oliver, resuenan ecos de Walt Whitman y de Edna St. Vincent Millay.

Fue una conversación hermosa la que mantuvimos en su despacho de la Universidad de Nueva York, donde, a sus 80 años, atiende a estudiantes que, como yo, anhelan su maestría.

Hablamos de la atrocidad de la guerra; de la belleza de lo doméstico, tan denostado; de la creación, indiferente a los sexos, que no al sexismo; del privilegio de ser escuchada, de la virtud de saber escuchar; de intimidad y escritura; del cuerpo y sus cicatrices, las que se ven y las invisibles; de que lo personal es siempre poético, además de político.

Las palabras de Sharon Olds repararon una parte de mi maltrecho ánimo, me hicieron sentir afortunada. Porque lo soy. Mi vida es única, salvaje y preciosa.

Cuando regresé al hotel, ya entrada la noche, recité de memoria los últimos versos del poema de Mary Oliver, a los que añadí mi nombre: “Dime, Inés, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”. Y esta vez sí me respondí.