Opinión | VERDIALES

Madres

Busco en estas palabras, en toda mi literatura, la identidad de la mujer que me alumbró, averiguar quién fue, cómo fue y qué habría sido de nosotras, de las dos, si ella no hubiera dejado de ser

La escritora argentina María Negroni, autora del libro 'El corazón del daño'

La escritora argentina María Negroni, autora del libro 'El corazón del daño' / EPE

La escritura es una forma elegante de rencor. No son palabras mías, pero no las entrecomillo porque las he sacado de un rincón de mi memoria reciente, y cada vez me fío menos de los recuerdos que atesoro, incluso de los más frescos. Es una frase de María Negroni, autora de El corazón del daño, libro del que ha salido una pieza teatral emocionante protagonizada por la actriz Marilú Marini que estos días, y hasta el 31 de octubre, puede verse en el Teatro Español de Madrid.

El texto, reconvertido en un extenuante monólogo de poco más de una hora, pues ni la intérprete ni el público podrían aguantar mucho más tiempo la tensión escénica resultante, responde, como siempre, por otra parte, a una necesidad muy concreta e incómoda: la de ajustar cuentas con una madre. Pero no una madre cualquiera. Una madre “desesperada y desesperante”. La madre de María Negroni.

Es valiente, el intento que fructifica en logro, y brillante como artefacto literario que mezcla lirismo, crudeza y claridad sin eludir la responsabilidad propia. Al final del extenuante trayecto, desde la infancia a la adolescencia, de la dictadura a la revolución, entre la clandestinidad y la libertad, Negroni se descubre a sí misma. Y lo hace, claro, a través de la escritura, que puede adoptar muchas formas, también, sí, la del rencor.

En el libro, la autora argentina cita a María Zambrano: “Escribir es defender el silencio en que se está”. Menciona a Clarice Lispector: “Voy a crear lo que me sucedió”. Y recurre a lo ya dicho por muchos otros escritores cuyas madres ejercieron el despotismo emocional, muy fértil en el terreno literario, pero terrible en el personal.

“Honra a tu padre y a tu madre”. Eso dice el cuarto mandamiento de los diez recogidos en la Biblia, y es llamativo que la palabra de Dios emplee ese verbo, honrar, y no querer. Soy atea, seguramente agnóstica y cada vez creo más en la duda como única certeza, pero es consolador comprobar que hasta unas escrituras consideradas sagradas eximen a los hijos de la obligación de amar a sus padres. Porque no siempre se puede. Porque querer a quien no te quiere o mal te quiere no es amor, sino una condena. Es una verdad desgarradora y a la que es difícil llegar, sobre todo en las relaciones maternofiliales, cuyo vínculo, forjado en lo biológico, pocas veces se cuestiona desde la racionalidad.

Identidad

Yo perdí a mi madre a los 14 años. Fue una madre maravillosa. Su recuerdo está construido desde el dolor y, por lo tanto, no es objetivo, no del todo. Nunca sabré cómo nos habríamos llevado en su madurez, y en la mía. Supongo que bien. ¿Supongo o deseo? Lispector decide “crear” lo que le sucedió y yo quiero creer en lo que invento cuando escribo. Busco en estas palabras, en toda mi literatura, la identidad de la mujer que me alumbró, averiguar quién fue, cómo fue y qué habría sido de nosotras, de las dos, si ella no hubiera dejado de ser.

La escritura es un diálogo con una misma, pero concebido para ser escuchado por otros

“Te voy a dejar todos mis cuadernos. Pero prométeme que no vas a verlos hasta que me haya ido”, le dijo su madre a la escritora Terry Tempest Williams una semana antes de fallecer. Ella cumplió con la palabra que le había dado, y fue a su encuentro cuando “su ausencia se convirtió en presencia”. La autora descubrió, entonces, que todos aquellos “hermosos cuadernos forrados en tela” estaban vacíos. Su madre le había legado sus diarios en blanco.

¿Qué hacer con ese silencio? Rellenarlo. Dar voz a su madre, y con ella a todas las mujeres que tuvieron que callar porque otros hablaban por ellas. “Lo que mi madre quiso hacer y lo que pudo hacer sigue siendo su secreto. Todas tenemos nuestros secretos. Yo tengo los míos. Retener palabras es poder. Pero compartir nuestras palabras con otros, abierta y honestamente, también es poder”.

El resultado es en un libro hermosísimo, Cuando las mujeres fueron pájaros (Almadía), que continúa la senda que Tillie Olsen inició en Silencios (Las afueras) y me ha hecho recordar que la escritura es un diálogo con una misma, pero concebido para ser escuchado por otros.