Opinión | EL ESPÍRITU DE LAS LEYES

Degradación institucional

El independentismo y la degeneración de los partidos, los dos tumores malignos de la nación

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Puigdemont defiende el 1-O y llama a la movilización en su sexto aniversario.

Puigdemont defiende el 1-O y llama a la movilización en su sexto aniversario. / EUROPA PRESS

Reconozcamos sin medias tintas que España padece desde hace mucho tiempo dos tumores malignos: el independentismo de los nacionalistas vascos y catalanes y la partitocracia, que no es el Estado de partidos, sino su degeneración.

1. El independentismo vasco tuvo en ETA una deriva terrorista crudelísima que ensangrentó nuestro país durante décadas y perturbó gravemente la convivencia democrática en paz, no sin la benevolencia, la "comprensión", la indiferencia y hasta el regodeo de sectores del nacionalismo moderado y de la Iglesia euskérica, una variedad aberrante del cristianismo. Por su parte, el separatismo catalán intentó en octubre de 2017 una secesión unilateral, cuyas consecuencias sísmicas todavía perduran, sin que pueda descartarse en absoluto una nueva y definitiva réplica, habida cuenta sobre todo de la lenidad con que el Estado ha reaccionado desde entonces: un 155 de aspirina, indultos a los cabecillas condenados y modificación de la legislación penal hasta hacerla risible como instrumento de defensa preventiva de la integridad territorial española.

2. En cuanto a la partitocracia, consiste ni más ni menos que en la colonización partidista de las instituciones estatales contramayoritarias y garantistas, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas y hasta el Defensor del Pueblo. Igual sucede cuando hay órganos autonómicos equivalentes. Por descontado, el largo brazo de los partidos llega a los medios públicos y privados de comunicación y alcanza igualmente a las grandes empresas, incluidas las de carácter financiero.

3. La ofensiva nacionalista contra España –hoy se advierte con claridad– comenzó desde el propio momento de arranque del llamado régimen del 78. Esta ofensiva se propuso ante todo desnacionalizar España, reducida a mero "Estado español" en el lenguaje totalitario de los partidos nacionalistas, secundado piadosamente por una izquierda acomplejada y víctima también de lo que Félix Ovejero ha denominado "la seducción de la frontera". Ello no dejaba de resultar chocante, porque la Constitución aprobada por casi general consenso invoca solemnemente a "la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles" y declara con igual solemnidad que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado" (arts. 1 y 2). ¿Flatus vocis, entonces, simples soplos de voz, palabras vanas y sin contenido, según el Diccionario? Pues sí, lo mismo que cuando la Constitución, luego de proclamar que "el castellano es la lengua española oficial del Estado" y que "todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla", prescribe que "las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos" (art. 3). ¿Es que los constituyentes nos han tomado el pelo? ¿No está prohibido el castellano como lengua vehicular de la enseñanza en Cataluña? ¿No se usan, contra lo constitucionalmente previsto, esas lenguas cooficiales en órganos supremos del Estado como el Senado primero (con la frívola complacencia del TC) y ahora el Congreso de los Diputados, ambos representativos del "pueblo español" (art. 66.1)? Aquí lo chirriante no es únicamente el atentado contra la razón que supone que, teniendo los españoles la suerte de contar con una lengua común, se decida imitar los ejemplos de Suiza, Canadá y Bélgica, pues al fin y al cabo la estupidez (o cobardía, o vileza) no resulta, en sí misma, inconstitucional. También puede dejarse a un lado el alto precio que cuesta situar en la presidencia del Congreso a una fanática del catalanismo balear como Francina Armengol. Aquí lo verdaderamente reprobable es la contravención patente de la Constitución, de la que en materia lingüística se lleva desde el principio haciendo caso omiso, sin que ninguna autoridad ponga eficaz remedio.

La ofensiva nacionalista contra España –hoy se advierte con claridad– comenzó desde el propio momento de arranque del llamado régimen del 78

4. En la actualidad el tema estrella es, sin embargo, la aprobación de una ley de amnistía que elimine la responsabilidad (penal y contable) de Carles Puigdemont y de todos cuantos de una u otra manera estuvieron comprometidos en la aventura del "procés": unas 1.432 personas, contando las ya condenadas y las pendientes de juicio, según la entidad separatista Ómnium Cultural. Sabido es que una proposición de ley de amnistía presentada en el Congreso el 16 de marzo de 2021 por los independentistas fue inadmitida por la Mesa que presidía la socialista Meritxell Batet, tras el informe negativo acerca de su legitimidad constitucional emitido por los Letrados de la Cámara. Pero ahora las cosas han cambiado: Pedro Sánchez necesita los votos del partido de Puigdemont para obtener la investidura. Y ante eso poco importa pisotear la dignidad del Estado, desacreditarlo interna e internacionalmente y humillar a España frente a sus enemigos declarados. Lo de menos es la cuestión de si la amnistía resulta contraria o no a la Constitución, controversia enconada entre juristas que ya resolverá el TC dentro de unos cuantos años con arreglo a la mayoría "progresista" o "conservadora" del momento. Aquello que únicamente importa es la ambición de un solo hombre, quien, de otro lado, nunca jamás ha ganado unas elecciones. ¿Es esto resiliencia o deshonra?

5. Vuelvo de nuevo a la partitocracia. El Partido Popular lleva cinco años bloqueando la renovación del CGPJ, designado en 2013 con una composición conservadora. La lucha entre los dos grandes partidos por controlar a la judicatura (igual que al TC) es un ataque a la línea de flotación del Estado de Derecho. Supongo que el Rey, que según la Constitución "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones" (art. 56.1), habrá hecho múltiples presiones a los partidos mayoritarios para que cumplieran su deber constitucional de renovar el Consejo. Pero creo que ha faltado una severa admonición regia al inicio de cada año judicial. ¿Exceso de prudencia? Así lo pienso. Y creo que su discurso a la nación en octubre de 2017, que tanto nos enorgulleció, es el precedente de la línea de ejemplaridad que debe seguir siempre el Jefe del Estado.