Opinión | JEFE DEL ESTADO

El Rey y la investidura: primer acto

La actuación de Felipe VI en la designación de Feijóo para una previsiblemente fallida investidura

Sánchez despacha con el rey sobre las opciones de investidura

Sánchez despacha con el rey sobre las opciones de investidura / Atlas Agencia

De acuerdo con la Constitución (art. 1.3 CE), "la forma política del Estado Español es la Monarquía parlamentaria". En el Derecho Comparado, resulta evidente que el núcleo de esta forma de gobierno radica en la relación fiduciaria que mantiene con la Asamblea libremente elegida un Gabinete y/o un Primer Ministro designados por dicha Asamblea con total independencia sustantiva del titular de la Corona, sin perjuicio del impulso procedimental de este si la Constitución así lo dispone.

Entre nosotros es el Congreso de los Diputados quien otorga su confianza no a un equipo ministerial, sino al líder de ese futuro equipo, que, una vez investido y nombrado (no designado) por el Rey, propone al Jefe del Estado los miembros de su Gobierno, desconocidos tanto por la Cámara como por el Monarca antes de que tenga lugar tal investidura. El Rey, sin embargo, no resulta ajeno en absoluto al recorrido de la investidura, pues le corresponde "proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo, así como poner fin a sus funciones en los términos previstos en la Constitución" (art. 62 d]). En cuanto a los demás miembros del Gobierno, el Rey los nombra y separa a propuesta de su Presidente (arts. 62 e] y 100). Siendo este último para el Monarca un acto reglado y debido, no ocurre igual con la propuesta regia de los candidatos a la investidura, eventualmente dotada de mayor discrecionalidad.

Según el artículo 99.1 CE, "después de cada renovación del Congreso de los Diputados, y en los demás supuestos constitucionales en que así proceda (es decir, cuando el Congreso rechace una cuestión de confianza planteada por el Presidente del Gobierno o cuando haya tenido lugar la dimisión o el fallecimiento del mismo (arts. 101.1, 112 y 114.1), el Rey, previa consulta con los representantes designados por los Grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno". La cabal interpretación de este precepto –y, en definitiva, del margen de libertad de acción del Jefe del Estado en razón de su función constitucional de reserva– resulta indisociable de las demás previsiones del artículo 99.

En efecto, 1) si el candidato propuesto obtiene la confianza del Congreso por el voto de la mayoría absoluta de sus miembros, el Rey le nombrará Presidente del Gobierno; 2) de no obtener dicha mayoría, la propuesta se votará 48 horas después, bastando entonces con la mayoría simple (más votos a favor que en contra, sin contar las abstenciones ni los votos nulos); 3) si aun así no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas regias hasta que transcurran dos meses desde la primera votación, plazo a partir de cuyo agotamiento "el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso" (art. 99.5).

Puesto que en la Monarquía parlamentaria el Presidente del Gobierno nunca precisa de la confianza del Rey, ni en el acceso al cargo ni en el desempeño del mismo, las facultades de propuesta regia, incardinadas en su función o poder de reserva, se hallan, como ancilares que son, totalmente dirigidas a presentar al Congreso, de acuerdo con las consultas celebradas y demás fuentes de información, un candidato capaz de obtener, en primera o segunda vuelta, la confianza de la Cámara. Tal ha de ser el único objetivo del Rey, y así ha sido corroborado por la modélica experiencia institucional desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978. En suma, la facultad de propuesta es, en todo caso, un "poder vinculado", y aunque las circunstancias puedan convertirlo en un poder "predictivo", jamás puede ser un poder independiente de la voluntad del Congreso.

Por lo tanto, si existe un candidato con mayoría absoluta, el Rey debe proponerlo, y no puede proponer a ningún otro. De igual forma, y por desarrollo lógico, al Rey no le está permitido proponer como candidato a quien, a tenor de las consultas, suscite la oposición mayoritaria del Congreso. Ahora bien, no parece menos indudable que la función de reserva conlleva igualmente una conducta proactiva del Monarca en orden a propiciar, desde la más completa neutralidad, un diálogo interpartidario conducente a obtener una investidura en aquellos supuestos en que la voluntad parlamentaria no está formada.

Sin embargo, en el supuesto de que ningún líder parlamentario aceptase la propuesta del Rey o, transcurrido un tiempo, renunciase a ella (algo totalmente lícito, a mi juicio), la situación quedaría bloqueada, al no poderse acudir a las previsiones del artículo 99.5 CE sin, al menos, una primera votación de investidura fallida. Es aquí donde el citado precepto constitucional muestra su mayor carencia, pues, a fin de prevenir todas las contingencias, el plazo debiera sin duda contarse desde la constitución de la Cámara, lo que únicamente sería posible mediante una reforma de la Constitución. Así las cosas, cabe preguntarse si el Jefe del Estado puede proponer a un candidato que de antemano se sabe que no va a obtener la confianza de la Cámara con el único objeto de activar la vía hacia unas nuevas elecciones. No veo inconveniente, ni me parece una desnaturalización del procedimiento constitucional de investidura (ya que la exposición y debate del programa del candidato siempre persigue un objetivo suasorio cuyo resultado no se encuentra férreamente predeterminado), pero a condición de que se postule al efecto el líder de uno de los dos grandes partidos nacionales, sin que el Rey pueda designar al líder de un partido minoritario y, menos aún, a un tercero ajeno al Congreso (un técnico prestigioso, por ejemplo), lo que, en el primer caso, desvirtuaría la finalidad genuina de dicho procedimiento, y en el segundo pondría en jaque la neutralidad regia.

El pasado 23 de agosto, y evacuado el preceptivo trámite de consultas (en el que no comparecieron los independentistas, a pesar de su capacidad decisoria determinante en la presente coyuntura), Felipe VI designó candidato al líder popular Alberto Núñez Feijóo. En tal designación llaman la atención dos aspectos. Primero, que la Casa Real haya considerado preciso justificar la propuesta regia aduciendo la práctica institucional de designar siempre (excepto en la XI Legislatura, 2016) al candidato del partido con mayor número de escaños, una "costumbre" (?) respecto de la cual las consultas celebradas no han mostrado la existencia de una mayoría suficiente para la investidura que la hiciera decaer. Y segundo, que el candidato propuesto haya solicitado y obtenido de la Presidencia del Congreso un plazo de 35 días hasta el inicio del debate. Así, por una parte, el Rey ha querido "objetivizar" lo más posible su función, ateniéndose a los precedentes.

Por otra, la concesión de un plazo tan dilatado (en teoría, al menos, para allegar más apoyos) viene a confirmar que o bien los partidos llegan a las consultas del Rey ayunos de negociaciones previas, con lo que desvalorizan la función impulsora regia, o bien tratan de apurar al máximo la tensión negociadora para alcanzar mejores resultados. De este modo, la potenciación del papel del Presidente del Congreso, quien se arroga una omnímoda libertad de convocatoria del Pleno de investidura que no le otorga en absoluto el artículo 170 del Reglamento de la Cámara, deja al Monarca reducido a mera dama de compañía. Y no es eso lo que la Constitución ha querido que fuera el Jefe del Estado en la selección de los candidatos a la Presidencia del Gobierno.