Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

Mirar hacia el futuro

Las dos últimas dos décadas han sido negativas para España. ¿Qué nos deparará el futuro?

Acampada del movimiento 15M. Los 'indignados' celebran una asamblea en la Puerta del Sol el 7 de junio de 2011.

Acampada del movimiento 15M. Los 'indignados' celebran una asamblea en la Puerta del Sol el 7 de junio de 2011. / EFE/Alberto Martín

Después del 23 de julio se ha instalado en Madrid un clima invernal. Exagerando adrede, un amigo me hablaba de un estado emocional similar al del 98, tras la pérdida de Cuba y Filipinas. Aquella generación, brillante como pocas, digirió mal lo que supuso la desaparición definitiva de un imperio que llevaba ya un largo siglo deshilachándose. Ahora no hablaríamos de siglos, sino de dos décadas a lo sumo; quizás un poco más, quizás un poco menos, según dónde situemos el origen de nuestros males contemporáneos. Unos cifran en el 15-M el trauma nacional que define nuestro primer cuarto de siglo. Otros piensan en Zapatero y en sus políticas adánicas. Otros (entre los que me incluyo) sospechan que hay que mirar hacia un evento internacional –la guerra de Irak y el rechazo que produjo en España– para llegar a las raíces de lo que vendría después. Pero, en realidad, el origen importa sólo relativamente: identifica a los culpables –o eso queremos creer– a fin de encontrar una excusa que atenúe nuestra responsabilidad, o la elimine casi del todo. Los mitos compartidos acerca del pasado sirven para cohesionar una sociedad, al menos hasta cierto punto; aunque a continuación nos espera el mañana, nuestros objetivos, un horizonte de esperanza. Nuestras ideas reescriben el pasado y construyen el futuro, nos hablan de un proyecto colectivo y se convierten en realidad.

Con razón, el historiador John Luckaks repetía en sus libros que debemos tener cuidado con las ideas que sostenemos, porque aquello que pensamos se acaba cumpliendo. Esto confiere una gran ventaja a los fanáticos en su poder destructor. También al creyente. Mientras que el escéptico –à la Montaigne– discurre, pondera y a menudo da una parte de razón al adversario, el fanático simplemente actúa y busca imponer su voluntad a toda costa. En términos míticos, su figura nos recuerda a la del cíclope, que contempla la realidad con un único ojo. Esa mirada unidireccional simboliza la formidable creencia que moviliza su voluntad.

España se encuentra profundamente dividida por cuestiones morales, es decir, por las ideas que se tienen sobre el pasado, el presente y el futuro de nuestro país"

La experiencia con los fanatismos no ha sido especialmente afortunada a lo largo de la historia, aunque no hablamos de esto ahora. Hablábamos de Madrid, que es el epicentro del poder en España, y de la sorpresa que ha supuesto entre sus elites la victoria amarga del PP en las generales de julio. Quizás no sea del todo cierto que la movilización de la izquierda haya derrotado a la derecha –sin Cataluña, el País Vasco y Navarra, los resultados hubieran sido otros–, pero sí que España se encuentra profundamente dividida por cuestiones morales, es decir, por las ideas que se tienen sobre el pasado, el presente y el futuro de nuestro país. Y esta quiebra se extiende a la cultura, a la educación, a la organización territorial, al papel del español como lengua común, a la memoria histórica y al peso de las leyes (junto al voto popular), a las políticas de género y al debate generacional, y también a la economía y a las medidas fiscales que promueven unos y otros. Más allá de quien gobierne pasado el verano, o de si se convocan nuevas elecciones para final de año, dentro de un tiempo habrá que mirar los frutos. Los de estas últimas dos décadas han sido malos. Y nada indica que, siguiendo el mismo curso, los resultados vayan a ser distintos.