Opinión | ANÁLISIS POLÍTICO

La geografía electoral

Poner de acuerdo al PNV y a EH Bildu, a ERC y a Junts, a Sumar y a… exige la demonización previa del adversario

Pedro Sánchez y María Jesús Montero celebran el resultado electoral, el domingo en la sede del PSOE.

Pedro Sánchez y María Jesús Montero celebran el resultado electoral, el domingo en la sede del PSOE. / AFP

La geografía electoral se traduce en políticas y también en guiños. El PSOE construyó su posición de privilegio en el sur del país. Andalucía, sobre todo. Castilla-La Mancha y Extremadura actuaban como plazas fuertes del partido que supo vehicular un anhelo de democratización acuciante en la década de los ochenta y noventa. Sólo Galicia y Baleares –y, más adelante, Castilla y León– ejercieron un insuficiente contrapeso, con la mirada puesta en lo que entonces se denominaban las "minorías catalana y vasca", es decir, en la CiU pactista de entonces y en el PNV del cupo. La geografía determina porque la geografía son votos y los votos son anzuelos. De aquella época permanece aún –o ha permanecido hasta hace muy poco– un sistema de financiación autonómica que ha ido premiando a unas regiones sobre otras de un modo, como mínimo, poco claro. Esto fue así hasta que el PSOE empezó a perder capitales, primero, y alguno de sus feudos tradicionales, después. El Madrid socialista de Tierno Galván dio paso a lo que sería el núcleo duro del conservadurismo neoliberal, como correspondía al ideario de aquellos años. La gran sustitución, sin embargo, se dio ya en la década que va de la caída de Zapatero al estallido de la cuestión catalana. Con Aznar el PP ya había equilibrado el mapa autonómico, pero persistían los principales feudos del sur. El empeño de Zapatero por protagonizar una nueva Transición (que llevara aparejada una relectura de la Transición de los años 70), la dureza incontestable de la crisis económica iniciada con caída de las subprime y el desafío planteado por los nacionalismos periféricos trastocaron la geografía electoral. Extremadura pasó a ser un territorio en pugna entre la derecha y la izquierda –al igual que Castilla-La Mancha–, mientras que Andalucía se perdió; quién sabe si irremediablemente o, al menos, para muchos años. Como consecuencia, el PSOE dejó de mirar hacia el sur y empezó a hacerlo en otras direcciones: hacia Cataluña, sobre todo, y hacia el País Vasco, con la intención de establecer una red de alianzas estables con los partidos nacionalistas. El problema territorial, en efecto, se encuentra siempre en el corazón de la política española.

Dicho de otro modo: la pérdida constante y masiva de voto socialista en el sur de España ha alejado al PSOE de la mayoría absoluta. Su suelo de voto sigue siendo elevado; si bien inferior al de la derecha, que enfrenta menos competidores (aunque sí uno tan incombustible como Vox). Especialmente es su potencial de crecimiento lo que se ha visto afectado: pueden ganar las elecciones, pero lejos de las opciones de gobierno. A no ser que extienda sus brazos al máximo y se alíe con la práctica totalidad del arco parlamentario restante. Y esto tiene consecuencias.

Las tiene porque, al mismo tiempo, el PP ha desaparecido de Cataluña y del País Vasco. Lo cual supone que sus incentivos allí son distintos a los que tiene en Andalucía o en Madrid, donde goza de potentes mayorías absolutas. Las tiene también porque poner de acuerdo al PNV y a EH Bildu, a ERC y a Junts, a Sumar y a… exige la demonización previa del adversario y la imposición de un lenguaje que extreme las diferencias previas, anclándonos en percepciones morales de un pasado que poco –o muy poco– tienen que ver con la España europeísta del siglo XXI. Y a la inversa, en su urgencia por gobernar, la derecha necesita elevar el tono, crear constantemente ciclos de angustia, consciente de que su bloque potencial de pactos es escaso, por no decir nulo. Parece la fórmula ideal para reeditar el relato de las dos Españas. Lo más triste es que un votante moderado del PP y otro del PSOE (y en el moderantismo, estoy convencido, es donde se encuentra la inmensa mayoría de españoles) tienen más en común entre ellos que con los extremos que rigen la política de alianzas parlamentarias. Y también es triste que en España no se viva mejor hoy que hace veinte años. La vivienda se ha convertido en un bien de lujo, la juventud emigra, la renta per cápita permanece congelada, los servicios públicos se han deteriorado –al igual que las cuentas públicas–, la convivencia se ha enrarecido y así un largo etcétera. El primer drama de nuestro país es su clase política. De la que todos, de algún modo, somos responsables.