Opinión | ÁGORA
Ideología versus gestión: un falso dilema
No basta con una educación pública asequible. Debemos facilitar una capitalización inicial para ese empujón que les permita entrar en los escenarios productivos con creatividad y entusiasmo
La ideología es más fuerte que la gestión. Esa es la conclusión que pone en peligro el ciclo progresista español. Teniendo en cuenta que la batalla cultural fue el motor que lo inició hace más de una década, resulta evidente que se ha producido una inversión. La batalla cultural juega a la contra del ciclo progresista. Hoy no podemos preguntarnos cómo pasó. Lo único importante es que gobiernos que tenían una buena gestión, como el del Botànic, no mantuvieran el tirón electoral por parte de los votantes de Compromís y de Podemos.
La asimetría es notoria. La primacía de la ideología de izquierda inclina a sus votantes a desfallecer, aunque sus líderes gestionen bien, mientras que la primacía de la ideología lleva a la derecha a votar en masa. Lo que pone en peligro el ciclo progresista es que ahora la prioridad ideológica beneficia a la derecha. Que ese ciclo progresista se iniciara hace doce años y que solo haya gobernado cinco, sugiere que se han perdido siete años y que la razón fue priorizar el perfil ideológico sobre el uso del poder. Esta hipótesis sugiere lo poco que ayuda la lucha ideológica a la izquierda para generar lo debido: gobiernos capaces de hacer irreversibles tendencias políticas y de constituir evidencias asentadas que no solo proclamen derechos, sino que garanticen su cumplimiento.
La izquierda no tiene posibilidad de ganar si no vincula de forma clara los postulados de la mentalidad progresista a procesos de gestión. Esto implica políticas que aseguren la garantía del cumplimiento de derechos ya reconocidos, y no solo políticas que aseguren el perfil ideológico por el reconocimiento de nuevos derechos. Porque lo que enrolará a la población de forma masiva en la defensa de nuevos derechos será que se cumplan realmente los ya reconocidos. Para ello se requiere el poder.
La ideología es absoluta y la gestión es gradualista. Pero ver estos dos elementos como separados y escindidos, como contradictorios y opuestos, sin una inteligencia estratégica que regule su aplicación, es letal. Sumar ofrece la esperanza de que sea posible superar esta falsa alternativa entre uso del poder gradual e identidad ideológica. Ahí reside la esperanza de repetir Gobierno progresista. Su único fundamento es que la tarta de los votantes del PP y Vox solo tiene que decidir el reparto, pero la suma será la misma. Si sube el PP bajará Vox, y a la inversa.
La tarta de los votantes de izquierdas no es de suma cero. Los que dejen de votar a Sumar no votarán al PSOE. Los que dejen de votar al PSOE no votarán a Sumar. Son pérdidas absolutas. Por eso cada uno de estos partidos debe movilizar a los que sólo pueden ser votantes suyos. El problema es cómo hacerlo. El socialismo valenciano mejoró resultados porque sus votantes lo ven como un partido de gobierno. Los votantes que abandonaron a Podemos no se sintieron interpelados por la buena gestión porque en el fondo lo ven desde el todo o nada de la identificación ideológica. Pero Sumar debe hacer comprender a los votantes de izquierdas que los principios son estrategias de largo plazo que se integran en procesos gradualistas.
Si sube el PP bajará Vox, y a la inversa
Esto es lo que ha hecho el PP madrileño. Tras 25 años ha cambiado paulatinamente la región. Sin estrategias de largo plazo y de continuidad gradual no hay posibilidad de contener la política de la derecha: su paulatino y continuo desmontaje en el largo plazo de los servicios públicos. La izquierda española quizá deba asumir un verdadero pensamiento histórico y acabar con un sentido apocalíptico que se deja entusiasmar solo si asalta el cielo. La clave que pone en peligro el ciclo progresista es que ofrece un largo plazo a los pensionistas y a los trabajadores sindicados. Pero el problema es que no ha hecho esfuerzos semejantes para ofrecer una estrategia de largo plazo a los jóvenes. Adónde lleva ese abandono ya lo hemos visto en Francia. Pues lo que implica tocar la estructura de un país es abrirlo a la esperanza de los jóvenes. Y el problema adicional es que la inflación arruina los planes de largo plazo de cada vez más familias.
Por eso no fue una ocurrencia la idea de Yolanda Díaz de estudiar un crédito vital para la juventud. Se lo oí a Bruce Ackermann hace años en Madrid. Y si se hubiera impuesto la medida, la juventud americana endeudada no estaría donde está tras la sentencia miserable de la Corte Suprema. La juventud, bajo condiciones a perfilar, debe sentir que sus sociedades piensan en ella y le confían un mínimo patrimonio cívico a los que no tienen patrimonio familiar. Si no le ofrecemos algo serio, votan a quienes por lo menos no les piden nada.
No basta con una educación pública asequible. Debemos facilitar una capitalización inicial para ese empujón que les permita entrar en los escenarios productivos con creatividad y entusiasmo. La medida es de justicia y se acabará imponiendo. Brota de ideales porque la alternativa es la consolidación del patrimonialismo familiar, la perpetuación de las desigualdades y la formación de una sociedad estamental. Ese debate es de futuro. Ese y el de una vivienda social barata mediante la cooperación pública local, autonómica y estatal. Sólo estas dos políticas ordenadas y distribuidas pueden eliminar desequilibrios tan formidables como los que conoce España. Y solo ellas ofrecerán políticas a la juventud, la clave de cualquier política de largo plazo.
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