Opinión | EL ESPÍRITU DE LAS LEYES

Órdago táctico

Indudablemente, Sánchez, un animal político (en el sentido psicobiológico, no aristotélico), encaja en el arquetipo del Príncipe maquiavélico por su osadía, determinación y valor

Pedro Sánchez

Pedro Sánchez / Pablo García

Lo normal en un régimen parlamentario es que el jefe del Gobierno o primer ministro agote la legislatura si cuenta con una mayoría en las Cámaras que respalda su agenda legislativa. Dicha agenda ha sido extraordinariamente nutrida desde 2019 hasta hoy en nuestro país a nivel nacional. Incluyendo los muy numerosos decretos–leyes, podemos hablar incluso de un verdadero furor legislativo. Ha sido una carrera espectacular para llenar en estos cuatro años las páginas del "Boletín Oficial del Estado". Y todavía quedaban pendientes de tramitación en las Cortes o en cartera ministerial multitud de proyectos de ley. ¿Por qué, entonces, el presidente Sánchez ha decidido disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones generales?

La facultad de disolución, heredada de la vieja prerrogativa regia por el líder del Gobierno, constituye un arma de considerable importancia en orden a equilibrar el poder de control del Ejecutivo que poseen las Asambleas a través de todos los procedimientos parlamentarios (el legislativo y presupuestario y los controles ordinarios y extraordinarios, como la moción de censura). Normalmente, el ejercicio de la disolución se da en dos supuestos: primero, el bloqueo parlamentario de la realización del programa normativo gubernamental; segundo, selección por el presidente del Gobierno del momento electoral más propicio, de acuerdo con sus propias encuestas, a fin de renovar o aumentar su mayoría parlamentaria.

Ya está dicho que el primer supuesto no concurre en este caso. A pesar de la fragmentación de las Cámaras en la XIV Legislatura recién finalizada, la paciente labor celestinesca de los portavoces de los grupos parlamentarios afines al Gobierno ha permitido coser, recoser y remendar multitud de textos legales. La denominada "mayoría de la investidura" –aquella que permitió la designación de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno– se ha mantenido en el Congreso incluso en los momentos más difíciles. Hasta el propio Gabinete de coalición (apelado desdeñosamente por la oposición como "gobierno Frankenstein") ha demostrado tener costuras resistentes.

Si me preguntan a quién votar el 23 de julio, les daré este elemental consejo: miren la nevera, la cuenta corriente y la nómina o pensión, y luego decidan racionalmente

En cuanto al segundo supuesto, ¿era este el momento más idóneo para los intereses de Sánchez y de su partido en orden a alcanzar un amplio respaldo del cuerpo electoral? Dejemos de lado las groseramente hipócritas explicaciones del propio Sánchez acerca del deber de afrontar los adversos resultados de los comicios municipales y autonómicos mediante un ejercicio de solidaridad con los barones socialistas defenestrados. La verdad es que de haber querido agotar la legislatura, como tantas veces prometió, le esperaba un semestre de abrigo con dos grandes frentes abiertos: primero, la rebelión en el interior del PSOE de esos mismos barones, que se sienten perjudicados por la mala imagen de Pedro Sánchez (activo partícipe, además, en la reciente campaña electoral) derivada de sus pactos con nacionalistas e independentistas, llevados hasta el extremo de la indecencia (así, por ejemplo, la reforma del Código Penal acordada con ERC).

El segundo frente hubiera sido abierto, naturalmente, por una oposición enfervorizada tras su éxito electoral y lanzada a tumba abierta a desgastar contundentemente a un Presidente vapuleado.

Todo eso se ha borrado de un plumazo mediante el Real Decreto de disolución de las Cortes. Es más, el mismo Partido Popular se enfrenta a partir de ahora a tres problemas importantes: primero, ocultar durante el mayor tiempo posible sus intenciones de coaligarse con Vox –un pariente zafio y poco presentable– en ayuntamientos y comunidades autónomas, para lo cual va a tener que hacer encaje de bolillos; segundo, improvisar un proyecto de Estado en un momento en que España, y por tanto Pedro Sánchez, ostenta la presidencia de la Unión Europea, lo que no es poca cosa en términos de imagen; y tercero, el sangriento combate por el liderazgo que se puede montar entre Feijóo y Ayuso si el PP no alcanza sus objetivos de acceder a La Moncloa.

Indudablemente, Sánchez, un animal político (en el sentido psicobiológico, no aristotélico), encaja en el arquetipo del Príncipe maquiavélico por su osadía, determinación y valor. Para unos será Fernando el Católico (¡qué disparate!) y para otros César Borgia (eso bueno), pero va a ir a por todas en una campaña polarizada a cuenta de las relaciones peligrosas de ambos combatientes: Vox, Podemos, ERC y Bildu–ETA.

Si me preguntan a quién votar el 23 de julio, les daré este elemental consejo: miren la nevera, la cuenta corriente y la nómina o pensión, y luego decidan racionalmente.