Opinión | A VUELAPLUMA

Las afueras

Decía el líder de la derecha que hace falta construir más viviendas para que el precio baje. Parece que llevamos en el ADN que solo podemos vivir mejor a costa de devorar territorio

El agujero económico que amenaza el futuro de Rivian

El agujero económico que amenaza el futuro de Rivian

Paro en un semáforo, giro la mirada y encuentro a todos los conductores con gorra de béisbol en la pole position. El mundo es otro, pienso. Dudo de si esto es Valencia o Austin (Texas). Esto debe ser la globalización, la uniformización de culturas a partir de la dominante. O quizá en Memphis lleven ahora espardenyes de mitja careta.

Cuando era niño las únicas gorras eran las de ciclista, con unas viseras que se subían y daban un aire ridículo al portador. 

De nuevo estoy en el pasado, un refugio fiel, para mirar el presente. No sé si eso es nostalgia. Y si es negativa. Philip Roth decía que uno no puede escribir cuando los recuerdos le abandonan.

Estoy en el asiento de atrás del coche de mi padre, sin cinturón, claro, con las ventanillas bajadas, el viento en la cara y nada turbando la cabeza. En ese espacio protegido casi la única música es una casette de éxitos de Nino Bravo que suena en bucle. Quizá por eso hoy continúa siendo no solo un mito, sino uno que funciona.

En aquellos años, de primeras turbulencias sentimentales, también aparecieron los libros. Escribía Antonio Muñoz Molina hace poco sobre esas obras que nos iniciaron en la literatura y repudiamos luego. O que quisimos olvidar, sin éxito. Me pasa con Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena.

Quizá la literatura es uno de esos lugares donde se entra más seguro por la puerta de atrás. Las grandes entradas deslumbran y hay libros humildes, incluso de pretensiones turbias, que cumplen mejor su destino de perpetuar el poder de las letras. Algo más tarde llegó García Márquez, verdadero descubridor del poder de los libros cuando la chica más guapa de clase me pidió prestado Crónica de una muerte anunciada.

Parece que tenemos anclado en el ADN que solo podemos crecer y vivir mejor a costa de devorar territorio

Aquel era un mundo de pocos libros leídos muchas veces y de muchos descampados: solares improvisados como campos de fútbol y de juegos y oliveras como columpios donde lo normal era dejarse algún diente un día de aquellos veranos largos. Aquellas afueras sin Matute ni Marsé ni los Goytisolo eran un mundo pobre, un mundo en espera de ser algo. Lo que vino luego es un mundo más cómodo y habitable, más digno, pero también más pretencioso. Un mundo necesario, pero un mundo voraz y depredador.

Decía el líder de la derecha que hace falta construir más viviendas para que el precio de éstas baje. No sé. Todos los vimos crecer a pesar de que cada vez se construía más. Cuando recorro ahora algunos espacios de mi infancia calculo que en Burjassot debe de quedar medio huerto por urbanizar, que las pinadas de Godella continúan desapareciendo hoy, tras el cambio, que el bosquecillo en lo alto de Rocafort es un parque entre promociones que quedaron a medias y que ahora se quieren reactivar.

Incluso hay proyectos ya para dar otro mordisco a las colinas de San Antonio de Benagéber y dejar las trincheras de la vieja guerra en los cimientos de un extraño progreso. Parece que tenemos anclado en el ADN que solo podemos crecer y vivir mejor a costa de devorar territorio.

Pienso demasiado cuando paro en los semáforos. Es sábado y voy al supermercado. Dice el sabio Arsuaga, perseguidor de homos sapiens, que si todo es trabajar e ir el finde al súper, la vida es una mierda. Lo dice con su tono dulce, burlón, así que no lo tomo como algo personal. Además, los fines de semana siguen estando los libros, la música, los amigos y las puertas abiertas a una nostalgia redentora, inconformista.