DOCUMENTAL

Los 55.000 VHS y DVD de un célebre videoclub 'underground' de Nueva York que acabaron en un pueblo de Sicilia

'El videoclub de Kim', recién estrenado en Filmin, recorre la peripecia de un tesoro hecho de amor por el cine y cierto espíritu pirata que atravesó el Atlántico y terminó envuelto en un turbia trama local

En la polaroid, la inesperada sede siciliana del tesoro de Kim's Video.

En la polaroid, la inesperada sede siciliana del tesoro de Kim's Video. / Cedida

Texas no es un lugar muy emocionante para un chaval rarito y obsesionado con el cine desde la infancia, por eso David Redmon huyó a Nueva York en cuanto pudo. Su barrio preferido de la ciudad era el East Village pero cuando él llegó la gentrificación ya había hecho mella en la zona y no era lo que esperaba. Sin embargo, el ambiente turbio y peligroso de esas calles en el pasado aún permanecía vivo en unas cintas de VHS que residían en el videoclub más ecléctico que se podía encontrar en la gran manzana (y posiblemente en pocos sitios más): el de Kim. La primera vez que traspasó su puerta se encontró con una banda que tocaba en directo en un rincón de aquel lugar en el que los trabajos de directores de todo el mundo se mezclaban sin orden ni concierto. La pesadilla para cualquier fanático del orden y una segunda casa para el joven texano. No lo sabía, pero años después grabaría, junto a Ashley Sabin, el documental con tintes de thriller El videoclub de Kim, que se acaba de estrenar en Filmin.

Yongman Kim era un inmigrante coreano que llegó a Nueva York en 1979, después de servir en el ejército coreano, con solo 21 años. Su primer negocio fue una lavandería, en donde tuvo la idea de poner en alquiler unas cuantas copias pirata de películas en VHS. Pronto empezó a ganar más dinero con los vídeos que con las manchas, así que abrió su primer videoclub en la ciudad (llegó a tener siete). El más conocido era Mondo’s Kim en Saint Mark's Place, donde había más de 55.000 películas y más de 250.000 socios. El dueño enviaba a empleados a festivales de cine de todo el mundo para encontrar películas que nunca se habían estrenado y pedía cintas a las oficinas diplomáticas de otros países en Nueva York, que copiaba y ponía en alquiler de forma ilegal. En el año 2003, el FBI entró en la tienda y se las llevó. “Más o menos una semana después, Mister Kim entró en la tienda con uno de sus empleados y repusieron toda la estantería con nuevas copias pirata”, dice en el documental uno de los antiguos trabajadores de la tienda. El empresario coreano es misterioso, se dice que es amigo de Tarantino y tiene actitudes de mafioso.

La ley dice: la propiedad es importante. Nosotros decíamos: el conocimiento cinematográfico es más importante que la propiedad sobre las películas”

Un trabajador de Kim's Video

Una de aquellas copias pirata era de la película de Jean Luc Godard Histoire(s) du cinéma, un ensayo cinematográfico en forma de collage con la cara del director superpuesta sobre imágenes de cuadros. Los abogados del cineasta enviaron una carta de ‘cese y desistimiento’. “Estoy orgulloso de que lo pusimos al servicio de la gente. Nos sentíamos por encima de la ley”, sostiene otro de los ex-trabajadores de Kim. “La ley dice: la propiedad es importante. Nosotros decíamos: el conocimiento cinematográfico es más importante que la propiedad sobre las películas”, afirma. Pero llegó Internet y como ocurrió con casi todos los productos culturales –excepto con los libros, quizás– lo físico se convirtió en inmaterial y el alquiler de DVDs y cintas de VHS decayó. Kim cerró progresivamente cada uno de sus locales, hasta que llegó al de Saint Marks Place, el más emblemático de todos y en el que residía una colección de 55.000 películas de todo el mundo.

La tienda/videoclub de Kim en el East Village era un paraíso para cinéfilos.

La tienda/videoclub de Kim en el East Village era un paraíso para cinéfilos. / Cedida

Giros dramáticos


Y aquí llega uno de los giros de guión que cambia la perspectiva del docu-thriller de Redmon y Sabin porque Kim se desprende de su aura de criminal peligroso y en 2007 pone a disposición de escuelas, instituciones o dueños de negocios todas sus cintas. Eso sí, los depositarios deben cumplir ciertos requisitos: tener 3.000 metros cuadrados para almacenar el material, cuidar el material y dar acceso ilimitado a los miembros del club que paguen una cuota mínima de membresía. Sorprendentemente, el material fue a parar a un pequeño pueblo de Sicilia llamado Salemi. Un sociólogo estadounidense llamado Glen Hyman fue el encargado de plantear el proyecto y entregarle la documentación al donante en persona. “Salemi tenía mucho espacio y buscaba proyectos artísticos, y Kim tenía una gran colección que necesitaba un sitio. Era un edificio precioso y lo designaron para ese fin. Bueno, nos dijeron que lo designaron para ese fin”, explica Hyman en el filme.

El traslado de las 45.000 cintas VHS.

El traslado de las 45.000 cintas VHS. / Cedida

Desde el pueblo italiano se comprometieron a cumplir con las peticiones del empresario coreano y a darle también una nueva vida a la colección, continuar con su crecimiento y reservar un número limitado de dormitorios para alojar a los miembros del videoclub que visitasen su nueva ubicación. Además planearon un “festival interminable” en el que se proyectaría de forma ininterrumpida la colección de Kim. Asimismo, en el paquete de medidas también entraba la digitalización de todas las cintas y el acceso gratuito a todos los socios.

Kim aceptó porque no podía hacer otra cosa: cómo rechazar una propuesta de conservación con alojamiento incluido en la costa mediterránea. El empresario había recibido más de 40 solicitudes de centros educativos e instituciones para trasladar la colección a sus instalaciones y decidió que la mejor idea era meterlo todo en cajas y enviarlo a Italia. De nuevo, ¿qué suena mejor: una sala lúgubre en algún rincón de Nueva York o un precioso edificio antiguo bañado por la luz del sol? Así, como poco, ayudaría a esos fans del cine que vivieron el cierre del local de Saint Marks Place como el adiós de un amigo –un ex-empleado llegó a definirlo así en el documental– a recargar sus reservas de vitamina D.

El desmantelamiento fue rápido. Tanto, que algunos trabajadores se enteraron del cierre cuando llegaron un día a trabajar. También tuvieron que llamar a los clientes que tenían pagos pendientes como, por ejemplo, los hermanos Coen, que debían 600 dólares (un dineral si se tiene en cuenta que el negocio era un videoclub, pero quizá la anécdota lo valga). Hubo gente que desconfió de que el plan llegase a buen puerto, algunos de manera literal porque su predicción era que el barco desaparecería en el mar. Pero se equivocaron: la colección desembarcó en la isla y se guardó en un espacio lo suficientemente grande en Salemi. Hasta ahí todo bien, pero cuando los realizadores del documental se desplazaron hasta allí, se encontraron con que el resto de promesas se habían quedado en nada. Ni proyección ininterrumpida, ni alojamiento para socios ni conservación de las cintas. De hecho, algunas de ellas se habían echado a perder por la humedad que se filtraba por las paredes del edificio.

Aquí llega el nuevo giro de guión que muestra cuáles eran las verdaderas motivaciones de los sicilianos para adquirir la colección, entre las que –¡sorpresa!– no se encontraba la cinefilia. Así, Edmonton y Sabin se meten de lleno en una trama de mafiosos, corrupción política y resolución de conflictos basada en la película Argo, dirigida y protagonizada por Ben Affleck en 2012, a su vez basada en una historia real. Suena a disparate, pero a estas alturas de la trama qué más da todo ya. Hay que señalar que seguramente los criminales italianos no estaban preocupados en exceso por este lío, porque los realizadores solo viven un atisbo de peligro que casi parece un chiste de mafiosos.

Puede parecerlo, pero lo relatado hasta ahora no llega a la categoría de spoiler. De hecho, el trailer del documental ofrece los mismos datos o incluso más. El verdadero mejunje de la cinta está en los detalles, incluidas las referencias a otras películas míticas como Terciopelo azul de David Lynch o Sangre y salsa de Paul Morrissey. Kim’s Video es una película para cinéfilos pero también para los que disfrutan de las tramas disparatadas basadas en hechos reales. De hecho, el documental merecería un espacio propio en una balda del videoclub de Kim. Qué mejor premio a todo el esfuerzo de Edmonton y Sabin, sus mejores socios (con permiso de los Coen).