CASTILLA Y LEÓN

El último pueblo perdido entre Burgos y Cantabria y los vecinos que custodian su iglesia románica del siglo XII

Javier e Isabel dejaron Valladolid hace 30 años y se convirtieron en los únicos vecinos de Crespos, un precioso pueblo de montaña al pie de Cantabria: "Vivir aquí es un privilegio"

Sus preciosas casas de piedra, el hotel rural que regenta el matrimonio y la ermita románica atraen a numerosos visitantes

Javier e Isabel, los únicos habitantes de Crespos, en Burgos, durante todo el año.

Javier e Isabel, los únicos habitantes de Crespos, en Burgos, durante todo el año. / ALBA VIGARAY

Roberto Bécares

Roberto Bécares

Hace casi 30 años, Javier y Isabel, que por aquel entonces vivían en Valladolid, andaban buscando un pueblo para montar un negocio, una casa rural. Ya conocían de sobra Las Merindades de Burgos, de hecho de mozos se habían conocido por esta zona, pero no habían oído nunca hablar de Crespos. “Nos habían dicho que era muy bonito”. Fue tomar el ramal de la carretera comarcal BU-V-4751 y en un recodo de esa sinuosa calzada, donde hay un banco al pie de la carretera, se pararon. Fue amor a primera vista. “No había tanta vegetación como ahora y entonces se veía el valle. Era una pasada”, rememora Javier dando un paseo por el pueblo, que igual no es el paraíso, pero desde luego es de lo más parecido que pueda haber en nuestro país.

En 2003, el productor de cine Elías Querejeta estaba buscando un lugar para rodar el documental ‘Perseguidos’, sobre los concejales amenazados por ETA. Uno de sus cámaras le habló de este paraje y, al visitarlo, dudó mucho: “Es que es tan bonito que que parece que sea mentira”. Al final aceptó. Como para no, si eso te permite pasar unos días en esta arcadia de la naturaleza, festoneada de nogales, abedules y hayas y rodeada de montañas donde los pájaros no dejan de acompañarte con su canto. Ya al llegar y dejar el coche en el parking de la entrada, junto a un parque infantil alfombrado por un tupido césped, te bajan las pulsaciones. Incluso la cobertura del móvil parece relajarse.

La hiedra se ha apoderado de las paredes y muros de una de las casas de Crespos.

La hiedra se ha apoderado de las paredes y muros de una de las casas de Crespos. / ALBA VIGARAY

“Yo no me quiero marchar de aquí, para mí vivir aquí es un privilegio”, cuenta Isabel, junto a su marido, los únicos custodios del pueblo desde hace seis lustros. Cuando compraron la casa, había dos matrimonios de jubilados que venían con el buen tiempo, pero llevaban años sin que en invierno se quedara nadie en este pueblo de 12 casas de piedra donde antaño llegaron a vivir más de 100 personas.

De cuadra a salón

Antes de mudarse aquí, Isabel era maestra y Javier trabajaba en una oficina. Fueron arreglando la casa poco a poco y mucho lo hicieron ellos mismos. “Lo que era la cuadra ahora es el salón y ahí estaba el pesebre de las vacas”, señala Javier a un extremo de la sala de estar que tiene zona de sofás y una mesa alargada para dar los desayunos y las cenas.

Javier, a la entrada de la iglesia románica de Crespos, construida en el siglo XII.

Javier, a la entrada de la iglesia románica de Crespos, construida en el siglo XII. / ALBA VIGARAY

“[Los anteriores propietarios] tenían gallinas, conejos y el cerdo estaba donde están ahora los baños. Las piedras del suelo estas, por ejemplo, las fuimos poniendo nosotros los fines de semana que veníamos”, relata Javier al pie de la chimenea, que preside el salón principal de este precioso hotel rural [llamado La Gándara] que acoge clientes sin parar.

“En enero y febrero cerramos para hacer reformas, y demás, pero desde marzo hemos vuelto a tener gente. Dicen que hay crisis, pero yo no sé dónde está”, se sorprende Javier, de hablar pausado y andar tranquilo, lo que facilita que la visita sea aún más reconfortante.

Vista de las casas de Crespos, en Burgos.

Vista de las casas de Crespos, en Burgos. / ALBA VIGARAY

La llegada de la pareja en 1995 sirvió de alguna manera para revivir el pueblo, para sacudrilo de su letargo. “El hecho de que nosotros viniéramos y restauráramos la casa con la arquitectura tradicional ha creado como un camino para los demás. Empezó a venir más la gente y empezó a restaurar sus casas”, explica Javier mientras pasamos cerca del que era el horno local, que tiene una pared un poco abombada: “Ha cargado mucho peso”. Tras adecentarse las casas de forma similar y cuidarse los espacios comunes, la uniformidad confiere al municipio un aire especial, como de comunidad. Parece un pueblo de cuento.

Cerca del horno hay una fuente de la que brota el agua que proviene del manantial del hayedo. En su día, en la hondonada del valle corría un arroyo, recuerda Javier, pero el cambio climático se lo llevó por delante, igual que aquellas frecuentes lluvias o las nevadas de un metro de nieve, que ya han quedado como un borroso recuerdo que solo aflora con nitidez con las fotografías que se hicieron entonces. 

Javier e Isabel posan en el jardín de su hotel rural, La Gándara, en Crespos, Burgos.

Javier e Isabel posan en el jardín de su hotel rural, La Gándara, en Crespos, Burgos. / ALBA VIGARAY

Iglesia románica

En uno de los extremos del pueblo está la iglesia de la Inmaculada Concepción, construida en el siglo XII, de estilo románico, y que es una de las joyas artísticas del Valle de Manzanedo y de la propia comarca. La cornisa exhibe orgullosa canecillos de todo tipo, desde animales a una máscara o una arpía. En su interior se conserva una preciosa pila bautismal románica.

Todos los días vienen turistas a verla. Javier e Isabel tienen las llaves. “Ahí hay una gotera, eso no es bueno”, dice preocupado el guardián de la entrada mientras señala una parte de la techumbre de una construcción que ya ha sido restaurada y que tiene una de las paredes abombadas también. En un libro de firmas, el último visitante ha escrito: “Bonita iglesia, merece la pena haber llegado hasta aquí”. 

 

Perspectiva del pueblo, con la Iglesia de la Inmaculada Concepción al fondo.

Perspectiva del pueblo, con la Iglesia de la Inmaculada Concepción al fondo. / ALBA VIGARAY

En medio de la visita Javier recibe una llamada. Es para un servicio de transporte, porque él matrimonio tiene tres taxis, con los que hacen traslados entre pueblos, sobre todo para gente mayor que necesita ir al médico a consultas -”eso les permite poder quedarse en su casa del pueblo y no tener que ir a la ciudad”- o para llevar a niños de de la zona a los colegios en otras localidades más grandes.

“Yo hoy me he levantado a las seis de la mañana, luego vuelvo a las 7.45 y preparo los desayunos. Trabajamos mucho, sí...”, revela como si nada, sin pesar ninguno, como con orgullo. Lo hace todos los días para que una joven de 14 aós de la zona pueda coger la ruta escolar e ir al instituto. Lo mismo su mujer y otra joven de la comarca que lleva el tercer taxi [tienen un Tesla y un Dacia Lodgy]. Los servicios que hacen o se pagan en parte con dinero de los ayuntamientos o de la propia Junta, como es el caso del transporte escolar.

Transporte escolar

“Es una de las pocas cosas buenas que tiene Castilla y León. Transporte escolar gratuito. Estés donde estés y cueste lo que cueste”. De alguna manera (o de todas las maneras), la labor de Isabel y Javier ayuda a fijar población, a que este norte de la provincia, conocido como la Cantabria burgalesa, no se siga despoblando. Durante esos viajes, cuando toca, aprovechan y hacen la compra. En Villarcayo, en Burgos... donde les pille. Cuando de vez en cuando paran por Valladolid, donde tienen familia, dicen que no lo echan nada de menos. Si acaso La Sepia, donde suelen parar, al lado de la Plaza Mayor, pero siendo de Valladolid quien no para ahí de vez en cuando allí cuando vuelve.  

Vista del comedor del hotel rural La Gándara.

Vista del comedor del hotel rural La Gándara. / ALBA VIGARAY

“Es que a nosotros nos gusta esto, nos gusta la tranquilidad, la naturaleza”, cuenta nuestro cicerone, que explica que clientes habituales suyos compraron casas en el pueblo y las arreglaron también. Lucen preciosas, con su hiedra trrepando por los muros, en el límite del pueblo. Más allá ya todo es prado y montañas.

Un alimoche sobrevuela las casas, y Javier dice que esta es zona de lobos e incluso los forestales parece que tienen fichado a un oso macho que ha venido de la Montaña Palentina. “Quieren llevarlo de vuelta para que conozca a una chica”, bromea cerca de la casa que ha comprado una de sus dos hijas y que ahora va a reformar.  

Seis horas de sol

“Las dos han vivido aquí hasta que se marcharon a Madrid. Una estudió el Bachillerato en Canadá y la otra en EEUU, y luego estudiaron Biología y Farmacia”. La farmacéutica, de hecho, se ha vuelto al pueblo, y trabaja en una localidad cercana, Medina de Pomar. “La casa al reformarla se hará con las mismas piedras, todo lo que se pueda conservar se conservará”, cuenta Javier, que detalla cómo todas las casas de la zona tenían la misma disposición. La planta baja era la cuadra, la trasera el pajar encima de la cuadra y la vivienda arriba.

Uno de los gatos del matrimonio acecha apoyado en uno de los muros.

Uno de los gatos del matrimonio acecha apoyado en uno de los muros. / ALBA VIGARAY

Todas las viviendas, además, están orientadas al sureste, ya que en invierno apenas hay seis horas de sol por la particular orografía del sitio, enclavado entre montañas. “De nueve a tres, más o menos. Es un clima muy duro, y la gente que vivía aquí tenía poco espacio para cultivar, era agricultura de subsistencia, por eso los árboles los plantaban dentro del pueblo”, cuenta.

Volvemos por la que podría ser perfectamente la calle más estrecha de Castilla. “Al alcalde que había, al principio, le gustaba dar una cuba de hormigón a cada pueblo del valle. Vino y la tiramos ahí, y al final la vegetación se la ha ido comiendo”, razona sobre por qué ha quedado apenas un metro de ancho de asfalto, una paradoja de nuestra era: la naturaleza invadiendo el hormigón. Javier anda a paso lento por debajo de un cerezo, saboreando cada momento, con esas crocs puestas que son perfectas para el campo -que se lo digan a Frank de la Jungla- y para él “son como las nuevas almadreñas”.

Llegamos al final del trayecto, o lo que es lo mismo, al principio del pueblo, donde está el acogedor hotel rural que tiene el matrimonio, con un jardín bucólico en el que apetece sentarse un rato a leer, a charlar, o directamente a no hacer nada. “Aquí se te olvidan todos los males. Lo mejor que se puede hacer es venirse a vivir al pueblo, sobre todo si no trabajas o estás jubilado”, ratifica Isabel, que se pega los mismos madrugones que su marido para llevar a otros dos estudiantes a la escuela, uno de “solo tres años”. 

Vista de la entrada al hotel rural La Gándara.

Vista de la entrada al hotel rural La Gándara. / ALBA VIGARAY

En la que es su vivienda, tienen lo que es la envidia de todo el pueblo, una enorme cristalera que da a su huerta, y a los prados y las laderas. “Es como estar metido en la naturaleza”, se le ilumina a Isabel el rostro mientras uno de los numerosos gatos que tienen (Linda, Misi, Calcetines, Mimi, Osita...) asoma entre las ramas de un árbol que acarician uno de los muros de la entrada. Parece mentira que todavía haya clientes que critiquen que la wifi vaya lenta. Como si ignoraran que están en medio del paraíso, o desde luego lo que más se le parece.