CINE DE SOL Y SOMBRA (2)

El monolito de Kubrick y la prole reguetonera

El filme clásico de ciencia ficción '2001: una odisea en el espacio' cuenta con una banda sonora única que, en esta serie, se enfrenta a la música de los altavoces portátiles de los 'reguetoneros' de la playa

Fotograma de '2001: una odisea en el espacio'.

Fotograma de '2001: una odisea en el espacio'. / ARCHIVO

Juanjo Talavante

Juanjo Talavante

Hoy, el día ha amanecido perfecto. Entre los sollozos de fondo de los amantes del tostadero y el club de fans del napalm, bajo a la playa sin sombrilla, ni gorro, ni embalsamado en esa crema que dice en su carcasa protección total, como si tras echarte unas gotas sobre tu cuerpo pudieras entrar en un edificio en llamas y salir al rato con la piel más blanca que la peluca de Robespierre.

Hoy haber sol, haylo, pero se oculta tras unos nubarrones que convierten el cielo en una acuarela de ceniza adorable. Poder pasear sin achicharrarte, poder tumbarte a leer sin parapetarte bajo artilugios que transforman las costas en un mosaico de champiñones. La felicidad está en la disposición de unas cuantas nubes.

Es temprano, así que tras hacer un poco de ejercicio -hoy tocaban los 100 metros marcha-, me acomodo en mi particular patio de butacas y le doy al play de mi portátil para ver un peliculón de esos que te rasgan las tripas al tiempo que hacen bullir tu cerebro. Hoy es el día del tío Kubrick, ese obseso de la perfección, el genio permanentemente insatisfecho que hacía repetir decenas de veces una escena para desesperación de sus actores y actrices. Hoy toca 2001: una odisea en el espacio.

El director Stanley Kubrick filmando. 

El director Stanley Kubrick filmando.  / WARNER BROS

He buscado acomodo en la playa más lejos que de costumbre. No quiero que perturben mi degustación cinematográfica tenistas impenitentes, ni amantes del reguetón de esos que llevan altavoces mal llamados portátiles, porque sus dimensiones se asemejan a las del Santiago Bernabéu y tienen que moverse de forma parecida a como los egipcios trasladaban las piedras construyendo las pirámides. No resulta comprensible que esos altavoces tengan mayores dimensiones que el material que deben de usar ahora mismo los Rolling Stones en cualquiera de sus conciertos. Pero así es. El tamaño importa. Y molesta.

Los grupos de reguetoneros los mueven valiéndose de unos cachivaches con ruedines (probablemente tras desguazar los carros de la compra de toda la vida). Son los fieles y creyentes de esa nueva religión que cree en el autotune como creador del universo y de todas las cosas.

Y amanece en la pantalla de mi portátil. Sí, un nuevo amanecer con el poema sinfónico de Richard Strauss Also Sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra). En un mismo plano, el genial visionario Kubrick, la desbordante imaginación de Arthur C. Clark, la música de Richard Strauss y la pluma y el dolor de Nietzsche. Un póker para emocionarse y soltar las cartas sobre la mesa como diciendo: “Superad eso”.

Me emociona sobremanera ese instante en el que las trompetas suenan y caminan in crescendo hasta desembocar en un estallido al que sólo sobrevive el acorde en do mayor de un órgano. La escena del monolito me resulta sublime como génesis, como punto de partida o umbral del pensamiento, de la adoración, también de una explicación que se busca a tientas y nunca se encuentra.

Un hormigueo coral presenta a un grupo de simios ante un monolito que aparece erguido, oscuro y brillante a la vez en su hábitat. Ese contacto con el monolito lo cambia todo. Está amaneciendo otra vez en la pantalla de mi portátil. Uno de los simios coge un hueso y comienza a jugar con él, prueba a golpear otros huesos y percibe que lo que porta es ahora un utensilio. Golpea cada vez con más fuerza. Suena la introducción del Así habló Zaratustra de Strauss en una simbiosis pluscuamperfecta, sublime. El plano muestra el brazo del simio elevándose para asestar un último golpe a los restos óseos que hay sobre el suelo.

No puedo adivinar siquiera de qué trata o en qué consiste la perfección - a tanto no llega mi arrogancia-, pero este instante me empuja a adorar a Stanley Kubrick. No es poco adentrarse en el terreno de las emociones cuando uno está ante una pantalla y se deja hipnotizar por una narración de lo que en algún momento fue el séptimo arte. Hay tal derroche estético, filosófico y musical en esa secuencia que habría que devorar millones de fotogramas para encontrar algo parecido.

Pero los monolitos mundanos, de este mundo nuestro de cada día, son muy distintos. Lo percibo cuando constato la llegada de un grupo de unos 18 o 20 bellos y bellas durmientes, con los ojos hinchados, representando danzas inestables y escorzos sobre la arena. No han madrugado. Regresan de una peregrinación nocturna. Colocan sus toallas y un sinfín de bolsas junto a mí. Bien pegaditos, casi adheridos a mi espalda. He vivido colonoscopias menos invasivas. Pero es lo que hay. Kubrick a hacer puñetas. Sacan su particular monolito de luces y bluetooth mediante trasladan hasta ese altavoz de grandes dimensiones un engendro musical que ensalza el ñaca ñaca, el zumba-zumba y otros poemas nada sinfónicos que desafían las leyes de la gravedad musical. Reguetón del bueno.

La odisea es ahora terrenal. No hay simios, pero ellos vienen a dormir la mona. Strauss se ha tornado en estrabismo pseudo musical martilleante que imagino como banda sonora ideal para el Día del Juicio Final.

Pero un inmenso crujido que nace del más allá me hace recuperar instantáneamente la fe en la humanidad. El cielo se ha convertido en aliado y en una especie de papel albal dispuesto a cubrir todo cuanto hay bajo él. Ese inmenso manto oscuro emite el sonido agrietado de truenos y los relámpagos resultan una bendición, un antídoto y una especie de aliado universal.

El agua comienza a caer con la misma fuerza con la que el simio golpeaba con su hueso-arma. Adoro la lluvia sanadora. Aguanto el tipo cubriendo mi portátil con una toalla. El grupo reguetonero reacciona como si las gotas fueran a ser de ácido sulfúrico. No entiendo tanta tragedia. Todos son Sófocles en ese instante. Recogen despavoridos sus pertenencias y huyen a gran velocidad. Cubren su monolito del mal, lo levantan entre seis o siete hasta acomodarlo en la estructura con ruedines y emprenden la retirada.

Yo me quedo. Feliz. Empapado ya. Rebobino y regreso al poema sinfónico de nuevo, mientras recuerdo la frase del prólogo del libro de Nietzsche, que decía: "Mirad, yo soy un anunciador del rayo y una pesada gota que cae de la nube: mas ese rayo se llama superhombre."

Y en ese preciso instante así me siento yo, como un superhombre bajo los perdigones de agua que pican porque son ya granizo. Así habla Zaratustra esta mañana. Y aquí estoy yo para escucharle, bendecirle y darle las gracias por traerme la lluvia y librarme de ese otro inefable monolito y su chunda-chunda que aún no figura en el Código Penal.

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