Opinión | EN PUNTAS DE PIE

El deseo de saberlo todo

No siempre hallo placer en el acto de elegir, entre tantas opciones no sé siempre qué caminos quiero recorrer

Torre de libros en Praga

Torre de libros en Praga / EPE

Jorge Luis Borges dijo que siempre imaginó que el paraíso sería algún tipo de biblioteca. Joan Margarit escribió que la libertad era una librería. Me gusta pensar que ambos tienen razón, pero en estos tiempos de excesos, de librerías y bibliotecas descomunales, no siempre encuentro placer en el acto de elegir; entre tantas opciones me pierdo y no siempre sé qué caminos quiero recorrer.

Esa ansiedad ante la sobreabundancia en la que vivimos es un mal de nuestro tiempo, pero no solo de este. Xavier Nueno acaba de publicar El arte del saber ligero (Siruela, 2023), una breve historia del exceso de información que explora el papel de las bibliotecas a lo largo del tiempo y que tiene mucho que ver con la obsesión humana por conservarlo todo.

Ese empecinamiento ha hecho evolucionar el concepto mismo de biblioteca -sin los primeros ficheros no habríamos llegado hasta aquí- y ha incidido hasta en la definición de creatividad. “En un mundo obsesionado por el exceso de información, convencido de que todo ha sido dicho, la creatividad no reposa ya en el mito romántico de una palabra original y soberana, sino en el arte de organizar, seleccionar, reducir y sintetizar lo que otros han producido”, escribe.

Entre tanta reseña y tanta crítica, hacer descubrimientos plenos es casi imposible

Pero Nueno precisa, además, que ese crecimiento descontrolado de libros e información ya lo sufrieron otros antes que nosotros; la diferencia es que entonces era un mal que atacaba a un grupo reducido y ahora nos afecta a todos. “Todas las personas que utilizan un smartphone tienen que responder a retos similares a los que se enfrentaba un bibliotecario del siglo XVI”.

Ignorancia

Gabriel Zaid, en Los demasiados libros (2010, Random House), también se había cuestionado acerca de cómo defenderse ante la avalancha de libros que ya percibía en 1972, cuando se publicó la primera edición de la obra. “¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: Yo solo sé que no he leído nada, después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia: es rigurosamente exacto (…). Pero ¿no es quizás eso, exactamente, socráticamente, lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes”.

Ahora que llega diciembre y empezamos a escribir nuestras listas de libros leídos, recuerdo lo que también decía Zaid: “Quizá toda experiencia de infinitud es ilusoria, si no es, precisamente, experiencia de finitud. Quizá, por eso, la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan. ¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales”.

Cuando entro en una biblioteca o en una librería, más que el deseo de saberlo todo, sigo manteniendo la esperanza de descubrir algún libro que dé respuesta a algo en lo que todavía ni siquiera he pensado. Entre tanta reseña y tanta crítica, hacer descubrimientos plenos es casi imposible, pero tengo claro que eso solo me puede ocurrir en aquellos lugares donde mi mirada no se pierde en la inmensidad de los pisos llenos de estanterías; en aquellas librerías o bibliotecas que son limitadas y que deben elegir qué me ofrecen. Solo esos espacios pequeños, reducidos, acotados, pueden ordenar el mundo. Y eso es lo que yo les pido: que me salven del caos.