Opinión | EN PUNTAS DE PIE
El hilo invisible del consuelo
Muchas veces leemos para poder sentir que nuestro dolor no es único
Consolar viene del latín consolor y significa "buscar alivio juntos". Durante siglos, el consuelo se iba a buscar a las iglesias, a las mezquitas o a las sinagogas. Con el tiempo, esa necesidad dejó de ser patrimonio religioso y hoy buscamos alivio en la consulta del psicólogo, como si todo sufrimiento fuera una enfermedad que se puede diagnosticar y curar.
Vivimos obsesionados con el éxito y nadie quiere ganar el premio de consolación, pero ¿y si el consuelo fuera lo contrario de la resignación y hubiese funcionado durante toda la historia de la humanidad como motor de inspiración? ¿Y si su capacidad para ayudarnos a enfrentarnos a la angustia hubiese sido determinante para que escritores, filósofos y artistas forjaran su personalidad y alumbraran sus obras?
Leemos por innumerables razones y hasta sin razones. Pero muchas veces lo hacemos para sentir que nuestro dolor no es único, que ya otros lo padecieron, que no estamos solos. Y escribimos, también, por muchos motivos y sin motivos, pero en no pocas ocasiones lo hacemos para compartir pérdidas, fracasos o dolores. La escritura es uno de los vehículos que ha utilizado el consuelo para desplazarse a lo largo del tiempo y de la historia.
Probablemente, Michael Ignatieff lo sabía cuando decidió embarcarse en su ensayo En busca de consuelo (Taurus, 2023), un detallado recorrido por la forma en la que distintos pensadores y personajes destacados de nuestra tradición histórica han buscado y transmitido consuelo. Su rastro llega hasta hoy y nos ayuda a vivir con esperanza, con un "sano escepticismo ante el fatalismo atronador que llega desde los portales de todos los medios de comunicación".
En el libro, el autor aborda tres doctrinas antiguas de la consolación –la hebrea, la cristiana y la estoica– y una cuarta, más moderna, "la idea que llevó a Karl Marx a depositar su fe en la revolución". Pero –como señala– "este es un libro sobre personas, porque en el fondo no son las doctrinas las que nos consuelan, sino las personas: su ejemplo, su singularidad, su valor y su constancia, su presencia cuando más las necesitamos. En tiempos de desolación, ninguna abstracción como la fe en la historia, el progreso, la salvación o la revolución nos servirá de mucho […]. Es a las personas a quienes necesitamos, personas cuyos ejemplos nos enseñen lo que significa seguir adelante, continuar, a pesar de todo".
Joan Didion necesitó buscar consuelo a través de la literatura en dos ocasiones, cuando murió su marido y cuando lo hizo su hija. En 2006, tres años después de que falleciera John Gregory Dunne, le preguntaron si le había resultado difícil escribir El año del pensamiento mágico (Literatura Random House, 2016). Ella contestó: "Fue una experiencia difícil y dolorosa, pero también reconfortante. El año del pensamiento mágico fue un libro inevitable, no estaba en mi mano no escribirlo. Cuando le puse punto final, me di cuenta de que había sido una experiencia luminosa".
La vida me ha enseñado que existen tres tipos de consuelo: el que nos ofrecen las personas, el que nos da la coherencia de desarrollarnos según nuestros valores –que antes fueron los de otros– y el que nos proporciona el arte. Sin ellos no habría superado las adversidades –excepcionales y, a la vez, comunes– que me he encontrado en el camino. Pero hasta ahora no había sido consciente de cómo el hilo invisible del consuelo nos conforma como sociedad. Quizá en eso consista el verdadero progreso.
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