EN PUNTAS DE PIE

El punto ciego de la intimidad

Anhelamos hallar a esas personas con las que encajamos, pero ese acople es solo una parte de nosotros

La escritora Katie Kitamura, autora de 'Intimidades'

La escritora Katie Kitamura, autora de 'Intimidades' / EPE

Saray Encinoso

Saray Encinoso

Mi concepto de intimidad se ha mantenido intacto durante 40 años. La intimidad, he pensado toda mi vida, es un territorio que, de forma estable, solo podemos habitar con un número reducido de personas. Es, usando la jerga de estos tiempos, nuestra zona de confort, el país en el que siempre nos sentimos seguros; en definitiva, el único arraigo que puedo asumir.

Desde hace unos días, sin embargo, reconozco destellos de intimidad con más frecuencia donde antes solo detectaba educación, rigurosidad o exceso de confianza. He descubierto que a la complicidad llegamos transitando muchos caminos que, a menudo, nos unen a personas que nos perturban, pero también a ciudades, paisajes, edificios. Y, además, muta: puede ser permanente o pasajera.  

Todo eso me lo ha enseñado Katie Kitamura con su último libro, Intimidades (Sexto Piso, 2023). La protagonista de esta novela corta es una traductora que desconoce dónde se encuentra su hogar -su familia nunca dejó de moverse por el mundo- y que se traslada de Nueva York a La Haya para trabajar en el Tribunal Penal Internacional, donde su misión más relevante es actuar como intérprete de un exjefe de Estado acusado de crímenes de guerra. Casi de manera simultánea, comienza una relación con un hombre que se está separando de su mujer e inicia amistades que pueden anclarla a la ciudad.

La intimidad, en sus formas más diversas y en grados dispares, se evidencia en cada uno de esos nuevos vínculos -el trabajo, el amor, el sexo, una exposición, una cena...-. Pero la intimidad no siempre es buscada ni es sinónimo de seguridad. Ayuda a comprender al otro, aunque, en ocasiones, en vez de acercar, aleja: "No nos conocíamos lo suficiente para que nos unieran unas revelaciones así, nos habíamos desnudado mal y a destiempo".

Pero antes de casi todo siempre está la lengua. El idioma es la forma primitiva que necesita la intimidad para florecer. "Un lugar adquiere un aire intrigante cuando se entiende a medias su idioma […]. Al principio me movía en una nube de incomprensión, todo lo que oía a mi alrededor era impenetrable, pero se hizo menos elusivo a medida que empezaba a entender palabras sueltas [...]. A veces me topaba con situaciones más íntimas de lo que me habría gustado, la ciudad ya no era el lugar inocente que había sido cuando llegué", cuenta la narradora sobre sus primeros días en el país. Y sobre su profesión explica: "Mi trabajo es procurar que el espacio entre las lenguas sea lo más pequeño posible". 

Sin embargo, aun traduciendo de forma precisa o conectando con una de esas personas a las que permitiríamos entrar en ese espacio reducido de complicidad, la intimidad no puede evitar que en cualquier relación haya "un punto ciego" en el retrovisor alrededor del cual hay que "maniobrar con cuidado".  

El poeta Carlos Marzal ha incluido en Euforia (Tusquets, 2023) Una casa propia, quizá la definición más completa de hogar, que no es más que un espacio hecho de intimidades: "Un jersey heredado, una maleta/ con fotos de familia, qué más da./ Cualquier playa nocturna, cualquier playa./ Cualquier pasaje abierto en un gran libro./ Una patria interior, la certidumbre/ de no necesitar más inquietud./ Me domicilio allí donde me invade / la idea de volver, mi paradero./ En la casa del mundo estoy en casa./ Soy su huésped capaz. Mi propietario".

Estamos hechos de la intimidad que permitimos y de la que no, de la que nos reconforta y de la que nos incomoda. Anhelamos encontrar a esas personas con las que encajamos, con las que permanecemos conectados a través de la literatura o la música, pero, aunque ese acople es fundamental para vivir, es solo una parte de quienes somos.