Opinión | ALTA FIDELIDAD
La artista soy yo
La novela gráfica 'Alison', de Lizzy Stewart, es uno de los libros más hermosos que he leído últimamente, el viaje vital de una mujer sin estudios hasta convertirse en una de las grandes pintoras británicas del siglo XX, gracias y a pesar de los hombres
Cuando Blue cumplió cincuenta años, Joni Mitchell dio una entrevista en la que explicó que la mayoría de las reacciones a aquel álbum fueron negativas, especialmente por parte de sus compañeros hombres. Le dijeron que se había expuesto demasiado, que había sobrepasado una línea. “Fue como cuando Bob Dylan se electrificó”, explicó en 2021 la canadiense en Los Angeles Times.
Mitchell cuenta que entonces no era del todo consciente de lo que estaba haciendo, que era tan frágil y transparente como el plástico que envuelve un paquete de cigarrillos; simplemente, se mostró tal cual se sentía, y eso era triste y dolida. Lo bueno del celofán es que también dejó al descubierto todo su talento, ese que a veces las mujeres han escondido por inseguridad o miedo al menosprecio.
Por eso entiendo tan bien que Lizzy Stewart mencione a Joni Mitchell varias veces en su novela gráfica Alison (Errata Naturae), uno de los libros más hermosos que he leído últimamente, el viaje vital de una mujer sin estudios hasta convertirse en una de las grandes pintoras británicas del siglo XX, gracias y a pesar de los hombres.
Lo explico. Alison es una chavalilla de un pueblo costero del sur de Inglaterra que a finales de los sesenta deja los estudios para casarse con un vecino del que está adolescentemente enamorada. No tarda en darse cuenta del error, de que no le gusta su vida, especialmente cuando Patrick, un pintor famoso que pasa sus días en el pueblo, le pide que sea su modelo y se marche con él a Londres.
Machismo y desprecio
Alison acepta y empieza a aprender de Patrick, entra en el mundo del arte de la capital británica de los años 70 y en su machismo y en el desprecio, incluido el de Patrick, hacia todo lo que ellas hicieran, nunca suficiente, siempre infantil, siempre blandito, como las canciones de Mitchell, a la que Alison y su amiga Tessa admiran y escuchan en el taller soñando con hacer lo que ella hacía, pero en la pintura y la escultura.
Alison aprende mucho junto a Patrick, de arte y de la vida, de desprecio, paternalismo y del cuidado de los pinceles. Alison aguanta -ante los ojos de los lectores, demasiado-, pero también la vemos crecer, dar portazos, hacerse una artista valiente y convertir su piel en celofán.
Cuando terminé esta novela gráfica, con aires siempre de boceto, de sketch, con mucho texto al estilo, por cierto, de la gran Posy Simmons, hice tres cosas: poner mi CD de Blue (un día vendrá el apocalipsis digital y yo estaré preparada, además, Joni Mitchell retiró su catálogo de Spotify), odiar a los prohombres de la pintura británica del siglo XX (no se le menciona, pero yo pienso en Lucian Freud) y buscar el nombre de Alison Porter en internet.
Alison no existe, pero han existido muchas Alison que finalmente hicieron su camino a veces de la mano de ellos, como iguales, y muchas otras empujadas por ellos a los márgenes de ese camino. Al final de la novela, en una conferencia en tiempos del #MeToo, a Alison le preguntan si Patrick traspasó ciertos límites morales y ella titubea, no puede quedarse ni en el blanco ni en el negro, su serena respuesta está llena de matices, de los grises del carboncillo, de azules como la tristeza llena de luz de la voz de Joni Mitchell.
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