REPORTAJE

Cuando la escritura se acerca a la muerte

El acto de morir se ha ido devaluando progresivamente hasta convertirse en un asunto cada vez más contingente, banal y estrictamente privado, también en la literatura

Ilustración de Pablo García sobre la muerte como tema literario

Ilustración de Pablo García sobre la muerte como tema literario / Pablo García

Antonio Puente

Antonio Puente

Mucho ha llovido desde la concepción de la muerte como un fenómeno externo y trascendente, a la manera como la dibujaban, incluso desde una perspectiva pagana, ilustrados y románticos, desde el aforismo de G. C. Lichtenberg, por ejemplo («Cuando la helada de la muerte cubra de escarcha mis mejillas»), al lamento de J. W. Goethe («Huésped triste sobre la tierra oscura: escucha el ruido de los cascos, oye su trote...»).

Como todos los ámbitos de la vida, la muerte se ha banalizado (por no formularlo también a la inversa, conforme al inquietante arranque de Julio Llamazares en Escenas de cine mudo: «La pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte»), y es ya un suceso inmanente, concreto e individualizado, en un tiempo en el que, como se ha dicho, «Ya nadie quiere ser inmortal, sino que nos conformamos con ser inmoribles». 

Cuando los nichos semejan bloques de apartamentos; los crematorios, uno de los pocos espacios no libres de humo permitidos y los antiguos coches fúnebres, meras furgonetas de reparto, la muerte es ya una invitación a la amnesia colectiva.

Es también, por eso mismo, una coartada para la ambivalencia: un alma de doble filo, que sirve por igual como horizonte de conmiseración -ante la expectativa del finiquito compartido sin remuneración alguna-, que como añagaza para la impunidad final: ese indulto postrero que saben que les aguarda a los corruptos (al cabo, lo serán después sus cuerpos), y que -como en «el bandido y su hembra», del poema de Dylan Thomas- vuelve «fantasmales» y acaba por extinguir sus fechorías.

Preeminencia individual

Un rasgo prototípico, conforme ha avanzado la secularización social, es la preeminencia individual, de los muertos mismos, a la hora de evocar la muerte, incardinada ya en el más acá. «A nacer no le damos el alcance de morir. Con júbilo celebramos un nuevo nacimiento, en vez de recibirlo como nuevo tributo a la muerte», apuntó en sus memorias, El río. Novelas de caballería (Fondo de Cultura Económica), el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, para rematar su reflexión con un axioma caro a la actual concepción de la muerte: «En el nacimiento se piensa como especie y en la muerte se piensa como individuo».

Hasta los versos más altivos y mortificantes reparan más en los muertos de carne y hueso que en la muerte misma: «Los muertos están fijos en su muerte / y no pueden morirse de otra muerte», enarbola Octavio Paz, en Piedra de sol. O «¿Cómo era morirse? / ¿Como si nunca hubiéramos nacido?», se pregunta, desconsolado, Luis Feria en Más que el mar

Se trata ya de una muerte a la medida del muerto, como en la inoculación sutil que describe Miguel Ángel Curiel en el sobrecogedor poema Habitación de hospital (El agua), en que el instante exacto del moribundo es simbolizado por un copo de nieve, que, a través de un boquete del techo, le cae en el ojo. O, con un enfoque perfectamente inmanentista, muerte y vida juegan a la comba, inextricables: «La muerte / tira así de nosotros. / No quiere que rompa / el sedal de la vida».

Falsa veracidad

Lo que en realidad ocurre es que «ya no existe la muerte; sólo existe el muerto», subraya el narrador de Francisco Umbral en Mortal y rosa, su libro más hondo, escrito como duelo por la pronta muerte de su hijo. «Soy agua en una cesta, fardo de lluvia que gotea muerte por todas partes», agrega, para constatar que «cuando se cierra la carpeta de apuntes de la vida», se revela la falsa veracidad de la existencia, al obtener la libertad, al fin, quien llevaba reclamándola todo el tiempo: el «dandi del esqueleto».

Lo que en realidad ocurre es que «ya no existe la muerte; sólo existe el muerto», subraya el narrador de Francisco Umbral en 'Mortal y rosa'

Incluso el alma es ya una adherencia encerrada que sólo con la muerte se libera; por eso «“el muerto que seré se asombra de estar vivo”, escribió un poeta francés. “Qué vocación de muerto en mi esqueleto”, entrevé un poeta español», ilustra Umbral, para concluir que «lo científico es estar muerto», y lo ético -cabría añadir- que sea, por una vez y para siempre, el esqueleto quien salga a mover el esqueleto. De ahí que, cuando ya no se está, advierte, «todo cementerio es una reunión de enmascarados».

Más radical aún, para el escritor austríaco Jean Améry no sólo no existe la muerte (ésta «está vacía», y, a su vez, «el morir aparece vacío de contenido sin la vacía muerte», asevera), sino que ni siquiera existe el muerto. Por un brevísimo lapso de tiempo, tan sólo existe el muriente o el moribundo, que, acto seguido, deja también de existir. «Un abismo separa la vitalidad del morir de la desolación de la muerte», explica el autor de Vivir con el morir, un capítulo clave de su obra Revuelta y resignación. Acerca del envejecer (Pre-textos). Escrito unos años antes de suicidarse, en su lápida, en el cementerio de Viena, sólo aparece, por designio propio, el número de su placa de identificación del año que pasó recluido en el campo de concentración de Auschwitz. Seudónimo de Hans Mayer, Jean Améry asevera, sin ambages ni mortajas calientes, que «morir es reventar».

Un hecho impensable

De ese modo, la muerte se vuelve irreconocible, e, incluso, impensable, conforme a la sentencia del filósofo Vladimir Jankélévitch: «Pensar la muerte es pensar lo impensable». Lo que concuerda con las tesis de Jean-Paul Sartre, para quien la muerte es un absurdo, un azar negativo, una «casualidad», que permanece impensable mientras haya un soplo de existencia.

Seudónimo de Hans Mayer, Jean Améry asevera, sin ambages ni mortajas calientes, que «morir es reventar».

Pero lejos del cierto poder de redención que éste le otorga («La muerte no me causa miedo y me parece natural; tras haber sido cultural, vuelvo al fin a la naturaleza», manifestó poco antes de morir), para Améry, «morirse» es un fraude sin paliativo, un homicidio impune, un «escándalo». Ni siquiera hay lugar para el duelo, pues: «Sólo existe mi morir», subraya como la única certeza en torno a la muerte.

De ahí que considere una «broma de mal gusto» el recurrido consuelo de Epicuro: «Cuando estoy yo, no está la muerte, y cuando está la muerte, yo ya no estoy». Pues, aunque válido para el tajo entre la muerte y yo, anula lo flagrante de mi-morir. Es una contradicción en los términos, pues «si permanezco en mí mismo (al formularlo) -en el yo no soy de la sentencia-, el yo soy no admite el no». Lo único que podemos decir -arguye Améry- es que el no no está.

Una barrera infranqueable

Es curioso que, partiendo de similares premisas en la consideración de la muerte como una barrera infranqueable, su coetáneo y también pensador centroeuropeo Elias Canetti llegue a planteamientos más vitalistas. Al igual que para el autor de Vivir con el morir, también para el autor del Libro de los muertos (Galaxia Gutenberg) la muerte es un fraude, a todas luces, por lo que tiene de inopinado finiquito existencial. Sólo que Canetti le echa moral afirmando con todo el optimismo de su voluntad que «el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres». 

Para Améry, la muerte «es el rechazo de toda dialéctica: la negación de la negación de la negación. El muerto no es un querido difunto, sino que, simplemente, no es». Frente a este vacío, Canetti se halla más próximo a la razón escéptica -no nihilista- del Borges que afirma: «La muerte es una vida vivida, mientras que la vida es una muerte que viene».

Elias Canetti le echa moral afirmando que «el objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres»

La lúcida honradez de Canetti estriba en desmantelar sin remilgos la hipocresía sobre la condolencia altruista, tan arraigada en Occidente, al detectar que «el momento de sobrevivir [al difunto] es el momento del poder. El espanto ante la visión de la muerte se disuelve en satisfacción, pues uno mismo no es el muerto todavía».

Sólo en este sentido, Améry ofrece un enfoque complementario sobre lo que podríamos denominar la sincerización de un nuevo egotismo, e incluso, egoísmo, ante la muerte, al reconocer que «el acontecimiento de mi morir me atañe más a mí que a cualquier otro y me atañe más que cualquier cosa. La muerte de los demás es triste, pero la muerte propia es un escándalo, un imposible». 

La diferencia radical es que, mientras para Améry la muerte es un escollo insalvable, de resignación, para Canetti es incluso un acicate o un estímulo de rebeldía. «Por nada del mundo quisiera verme privado de mi sensibilidad frente al horror de la muerte. La actitud humana más apropiada es mantener despierta la esperanza de vencer del todo a la muerte y no resignarse jamás ante ella», afirma.

Se trata de mantener, pese a todo, la antorcha encendida, conforme a la grave advertencia de George Bataille de que, si se banaliza del todo la muerte, se van con ella al garete el erotismo y la vida.