Opinión | TRES EN LÍNEA

¿Dónde vamos, presidente?

Sánchez no cuenta ni con su partido. Feijóo es prisionero de un conglomerado de intereses que no le permiten margen alguno de maniobra.

Feijóo saluda a Sánchez tras ser reelegido este último presidente del Gobierno

Feijóo saluda a Sánchez tras ser reelegido este último presidente del Gobierno / EFE / Javier Lizón

La política española está atrapada entre el hiperliderazgo del presidente del Gobierno y la precariedad del jefe de la oposición. Tan mala es una cosa como la otra. Como se ha visto estos días, Sánchez no cuenta ni con su partido, en una situación de debilidad estructural en la que no se le había visto desde hacía mucho tiempo, ni con su Gobierno, al que ha mantenido casi una semana in albis. Y su proceder, lejos de reforzar las instituciones, las deprecia. Feijóo es prisionero de un conglomerado de intereses que no le permiten margen alguno de maniobra. El uno es un solista y el otro un director al que los músicos le imponen concierto a concierto el tempo y la partitura.

Ambos son esclavos del personaje que han creado. Sánchez se ha convertido en el especialista en romper guiones. Feijóo es incapaz de salirse del que cada mañana le escriben. A base de escapar airoso de cada apuesta, Sánchez se ha convencido de que es la única coca-cola en el desierto que para él es este país, aunque diga lo contrario. A fuerza de chocar una y otra vez con la habilidad del presidente para marcar la agenda, Feijóo cada vez parece más eventual y menos alternativa. Sánchez gobierna a golpe de volantazo. A Feijóo, por el contrario, no se le ve capaz de fijar el rumbo.

Sánchez tiene el don de abrir el campo cuando más parece estrecharse. No sabíamos que la concesión de la amnistía a los imputados por el procés era un asunto capital para la convivencia de los españoles hasta que, después del 23J, el líder del PSOE tuvo que hacer, utilizando sus propias palabras, de la necesidad virtud y convirtió las negociaciones con Puigdemont en cuestión de Estado. Hasta ese momento nos habían dicho que el conflicto político de Cataluña se había “desinflamado”. Ahora, tras nueve meses con el problema catalán monopolizando la conversación pública, justo ahora que los catalanes deben votar, Cataluña sale del primer plano para dar paso a la necesidad imperiosa de sanear una democracia que el presidente considera viciada.

Encuentro entre Pedro Sánchez y Alberto Nuñez Feijóo  el pasado octubre

Encuentro entre Pedro Sánchez y Alberto Nuñez Feijóo el pasado octubre / David Castro

La degradación de la democracia ni es un fenómeno nuevo ni particular de España. Ese fango que el presidente parece haber descubierto ahora hace tiempo que se acumula y embarra los regímenes políticos liberales más asentados. Las nuevas tecnologías han permitido extender el veneno con una facilidad jamás vista, pero el veneno ya estaba infectándolo todo desde mucho antes de que éstas aparecieran. Las causas son muchas. Pero el aumento exponencial de la desigualdad (con una minoría obscenamente rica y, como dice Piketty, social y fiscalmente descomprometida, frente a una mayoría desesperanzada y que se empobrece), la creciente presión sobre las clases medias (que como reacción pierden su confianza en el sistema o directamente se fanatizan) y la pérdida de la centralidad de los partidos que habían sido los pilares de la estabilidad, arrastrados desde sus extremos por su propia incapacidad para dar respuesta a los nuevos desafíos, están en el origen de todos los males.

Decir esto es de una obviedad descomunal. Pero parece que haya que enfatizarlo en tiempos en que se nos vuelven a plantear, ante problemas complejos, soluciones simples. El presidente Sánchez, ¿qué nos propone? ¿Una cruzada? No ha anunciado ningún proyecto legislativo, no ha convocado ninguna comisión de expertos. No ha llamado a debatir, ni siquiera, a su propio partido. Y, por supuesto, no ha apelado a trabajar con el PP en tan elevado reto. Simplemente, ha tenido un arranque, un pronto, un impulso. Calculado, eso sí. Pero que resulta, en su exposición, poco sincero.

No puede haber saneamiento de la democracia sin renovar el contrato con los ciudadanos. Con la mayoría de los ciudadanos. Y para eso es necesario tender puentes y lograr pactos. Esas son las palabras que el presidente nunca utiliza: ni puente ni pacto. Hasta aquí, siempre ha preferido usar muro y frente. Y que el PP recurra a la deslegitimación permanente como principal programa, que cometa atropellos como el bloqueo del Poder Judicial cinco años después de su caducidad, no exime de responsabilidad a quien tiene la obligación de intentar unir a la sociedad y no contribuir a su fractura.

Sánchez ha dicho que su próximo empeño es regenerar nuestro país. Es un concepto peligroso en política, del que se han apropiado derechas e izquierdas durante más de un siglo, casi siempre para enfrentar, casi nunca para conciliar. En sus orígenes, ese movimiento regeneracionista tuvo como abanderado al jurista Joaquín Costa, que en su empeño por salvar España acabó reclamando un dictador. Hay palabras que de tanto usarlas en vano pierden todo significado. Y precedentes que los carga el diablo.