Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Apuntes sobre la admiración y el respeto

Mario Vaquerizo y Xavier Sardà en TardeAR. / TELECINCO

Mario Vaquerizo y Xavier Sardà en TardeAR. / TELECINCO

Hay gente que si se muerde la lengua se envenena. De verdad, a veces escucho conversaciones de las que no puedo escapar (juro que, si pudiera, escaparía) que tienen el mismo efecto que el veneno del pez globo. Te dejan consciente de todo lo que sucede a tu alrededor, pero con la voluntad para huir anulada. En ese estado de catatonia yo observo a los hablantes como seres deformes que expelen espumarajos verdes por la boca, a los que los ojos se les salen de las cuencas y la mandíbula se les desfigura a medida que articulan una palabra tras otra. Espantoso. Lo juro. Verdaderamente espantoso. Porque alguna gente no sabe decir nada bueno de los demás. 

Solo ve los fallos y obvia las virtudes. Me asusta esa gente. La que nunca tiene una palabra de aliento hacia nada ni hacia nadie y que, además, tampoco posee la capacidad de mirar hacia adentro y darse cuenta de que no mola tanto como cree. Para más escarnio, esos que siempre tienen la crítica y el juicio colgando de la punta de la lengua se consideran perfectos. Mi abuela solía decir que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Hay quienes no ven ni la muralla china atravesarles la córnea. A mí me encanta tener debilidades y fortalezas, igual que me encanta que aquellos a quienes quiero, respeto y admiro también las tengan, si no, menudo aburrimiento.

Ay, ahora por hablar de respeto y de admiración, qué dos palabras tan lindas. Qué buena pareja hacen y qué denostados están sus significados. Desde hace un tiempo me doy cuenta de que cada vez respeto a menos gente por la sencilla razón de que no las admiro. Ojalá hubiese aprendido esto antes. ¡Cuánto sufrimiento me habría ahorrado! No, no crean ustedes que soy una malcriada que se percibe superior a los demás. Les explico: nos han enseñado a admirar a otros por lo que hacen profesionalmente, por los títulos universitarios que poseen o por la amplitud de su nómina. Da igual que tengan una lengua viperina que dispara dardos envenenados sin ton ni son contra lo que no entra dentro de sus limitados y deficientes esquemas mentales. Lo curioso es que esas almas que se jactan de hacer la cirugía a las vidas ajenas suelen albergar comportamientos en ningún caso plausibles.

Y ahí es donde entra mi concepto de la admiración. ¿Debo admirar a un ser humano que critica a otro con saña? No. ¿Debo admirar a una persona que se burla de los defectos de los demás? No. ¿Debo admirar a alguien que no se permite ver a un individuo con sus luces y sus sombras –como las tenemos todos– y que no es capaz de hacer un juicio de forma constructiva? No. Ergo, si no puedo admirarte, tampoco puedo respetarte. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos hablado mal de alguien. No podemos cambiar lo que hemos hecho, pero sí evolucionar, igual que Pokémon, y tomar consciencia de que ese no es el camino que debemos seguir.

El veneno solo intoxica y pudre por dentro. Uno puede elegir. Y hay quien elige hablar mal de los demás por sistema, quizá para no tener que darse cuenta de que es un miserable. Con esto tampoco quiero decir que no podamos adjetivar nada. Lo que sí podemos es hablar desde la luz y no desde la tiniebla. No es lo mismo decir: «Este tío es retrasado mental» que «el comportamiento de equis me desconcierta». O «se viste como una guarra» que… Que nada. Tenemos que aprender que el noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces no tenemos que decir nada. Y que, si otro ser no te cae bien, no te agrada o no está en sintonía contigo esto no te da derecho a ponerlo a parir. ¡Qué poco nos mordemos la lengua! Si cada vez que lo hiciéramos nos envenenáramos algo con la bilis que algunos tienen en el espíritu, el problema de la sobrepoblación quedaría resuelto. Como diría mi abuela: «Tranquilidad y buenos alimentos». A lo que yo le añado: «Y buenas palabras».

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