Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

Hace un frío cruel

Hace frío, también bajo las bombas, todo es frío, como en las cárceles de Stalin o de Hitler o de Franco, y no hay nada que pueda abrigar al que reside en la parte de fuera de la paz, o de la posibilidad cercana de la paz

Imagen de la destrucción del campo de Jabalia bajo las bombas israelíes

Imagen de la destrucción del campo de Jabalia bajo las bombas israelíes / BASHAR TALEB

Hace frío, estamos ateridos en la meseta de Castilla; en otros lugares del mundo los fríos son distintos, algunos tienen que ver con el hambre o la miseria, o las bombas, el frío que traen consigo las bombas y la muerte.

El frío deja de ser poesía, o paisaje, en cuanto un hombre, una mujer, una muchacha, un niño, no tiene cómo abrigarse, no dispone de dinero o cama, está a la intemperie, azotados uno a uno por la guerra, el frío letal, la soledad más dura.

El mundo celebra el futuro, y éste a su vez es un cuchillo roto para tantos ciudadanos, grandes, mayores, pobres o perseguidos. El universo ríe a carcajadas y el llanto que se ve en los televisores es real, no será filmado otra vez porque quienes claman por la paz o por seguir vivos habrán muerto en el siguiente episodio de los telediarios.

Hace frío, también bajo las bombas, todo es frío, como en las cárceles de Stalin o de Hitler o de Franco, y no hay nada que pueda abrigar al que reside en la parte de fuera de la paz, o de la posibilidad cercana de la paz.

Es un momento descolgado de la historia, tan duro, tan desastroso, tan triste, que da vergüenza, por ejemplo, que en España, donde escribo, en cuya mitad de su geografía estoy diciendo todo esto acerca del escalofrío, se hable de lo que sucede como si nosotros fuéramos la última luz del desierto. Como si nuestros problemas fueran los del mundo entero, y no hubiera niños tristes, perseguidos, sin casa, escombros y frío, el peor de todos los fríos, el frío de la maldad, la que se edifica como ruina en tantos lugares con nombre propio del mundo entero.

El frío cruel, pues, nos rodea, y aunque no nos toque, porque estamos abrigados, este mundo de acá está abrigado, no difiere tanto de otros fríos del siglo XX o de este mismo siglo. Lo he leído ahora en un libro impresionante, bellísimo, del poeta de Ucrania, y luego de Polonia, Adam Zagajewski.

En este libro, originalmente publicado por la editorial Pre-textos (traducción de Ángel E. Díaz Pintado), este hombre que alterna la ternura con la ironía establece su propio código de los mundos que ha conocido, de las lecturas que ha tenido, de las experiencias que ha vivido, y relata una bella estampa terrible (el libro se titula En la belleza ajena) en la que explica esa horrorosa presencia del frío en épocas que ya pensábamos lejos del tiempo.

Cuenta en este relato Zagajewski la imagen de desolación y frío que vivió en las cárceles de Hitler el profesor Leszcyinski, “cuya voz era suave y apagada y se quebraba con facilidad” cuando enseñaba prosa y pensamiento debido a Descartes, Berkeley, Hume o Kant… “Bondadoso y tranquilo”, admiraba por su lentitud instruida y por un hecho extraordinario: aguantaba el calor del aula, hasta en agosto, como si él viniera del frío, y estuviera viviéndolo como un recuerdo tangible del campo de concentración donde arruinó el nazismo tantas vidas. En ese “calor siciliano”, pocos entendían cómo podía seguir él con su abrigo tan tupido. Los estudiantes en seguida se dieron cuenta de la razón del extraño milagro.

Lo que sucedía, cuenta Zagajewski, era que el ilustre profesor se había acostumbrado en aquella guerra de exterminio nazi “y allí se le originó una rara desazón: era insensible a la temperatura; sencillamente, se helaba sin tregua, tenía frío incluso en agosto”.

Ahora estamos en medio de un calor intenso, este frío que viene del este, de Ucrania, que procede del estupor que causan Gaza y la barbarie que amortiguan, con su indiferencia, los telediarios, y nos estamos abrasando, tristes, en un mundo que tiene el alma de hielo cruel, tan indiferente. Leí ese texto y me pareció que mi cara se llenaba de lágrimas, como si estuviera en medio del desierto que es ahora Gaza, donde todo es escombro, hasta los ojos.