Opinión | EL REVÉS Y EL DERECHO

Arte de bajarse en Atocha

 Leiva y Travis Birds homenajean a las víctimas del 11-M con una versión de 'Yo me bajo en Atocha', de Sabina

Fernando León de Aranoa, con Leiva.

Fernando León de Aranoa, con Leiva. / EFE

Hace algunas madrugadas vi caminar por las sombras ya iluminadas de la Estación Almudena Grandes de Atocha a uno de los artistas más importantes de este tiempo, Fernando León de Aranoa, a quien se deben películas emocionantes y documentales que han hecho mejor la historia de nuestras vidas como espectadores. Imaginé, como periodista que soy, que él estaría allí yendo, como los otros transeúntes, en busca de una obra de arte próxima, y que a su lado llevaba a una mujer que le ayudaba a establecer todos los elementos que son imprescindibles para hacer de una idea una gran película. O lo que fuera.

De pronto el cineasta y su acompañante se perdieron en los adentros de esa estación sin fin, a la que estos días se ha mirado, otra vez, como el hueco horrible de cientos de argumentos para el recuerdo del llanto. En ese momento no se me ocurrió qué destino aguardaba a León de Aranoa en el cumplimiento de ese trayecto. Hasta que este lunes 11 de marzo, en el aniversario número veinte de la matanza de Atocha, se anunció que el telediario que dirige Marta Carazo iba a tener como episodio final, tan emocionante, lo que imaginó el director de cine y que, obviamente, había estado dirigiendo esa mañana, o aquella madrugada.

Aquel suceso ha marcado la vida española en muchos sentidos, en el ámbito, ya se sabe, de la generosidad y también en el de la mezquindad, porque sigue costando que quienes desde el principio de aquel desastre buscaron culpables distintos a los que poco a poco fueron evidentes dejen sus renglones torcidos para abrazar la horrible verdad. La verdad horrible hubiera sido quien hubiera sido responsable de esta tragedia que ahora revive como una pesadilla sin remedio.

La tragedia está ahí, no es historia mientras una gota sola de sangre siga bajando por la escalera triste de la vida. En esta ocasión, a los veinte años del suceso que conmocionó al mundo entero, frente a los desafueros de los que se burlaron y se burlan de la verdad real, para llevar el mochuelo de la mentira a su olivo, ha habido de todo. Quienes siguen afirmando que no es cierto lo que es verdad judicial, los que estiman oportuno seguir contando que lo que pasó fue otra cosa, en función de los intereses políticos de entonces (y de ahora), han mantenido sus tesis. Erre que erre. No ha importado que jueces que actuaron entonces, así como importantes policías o investigadores de aquel tiempo, hayan mantenido que lo que pasó tuvo sus culpables, y solo esos culpables: ellos han seguido haciendo valer su verdad, es decir, su mentira, periodística o policiaca o política, para burlar (y burlarse de) la realidad que ya no discuten sino los aprovechados de la nada.

A aquella tragedia que ya nadie puede remediar, ni revertir, se sumó, pues, la tergiversación, con los efectos terribles que se han abierto paso como un fenómeno de manipulación que descalabró la conversación nacional hasta términos que ahora son latentes, terribles, desgraciados.

España no se merece esta situación, pero las consecuencias de la mezquindad negacionista están ahí, son evidentes, y ahora es muy difícil hacer que convivan unos con otros simplemente porque unos y otros son partidarios, unos a machamartillo, otros porque la justicia ya dejó dicho qué pasó, de realidades distintas. Una sucedió, fue la realidad, la otra es una ensoñación ruin que no sirve a nadie, la otra es la terrible verdad, y no hay otra.

De todo esto se ha dicho de nuevo de todo en esta conmemoración terrible. Cuando aparecieron Leiva y Travis Birds entre los trenes cantando esa melodía bellísima de Sabina, Yo me bajo en Atocha, al final del impresionante telediario de Marta Carazo (un Ondas, cualquier premio, debe aguardarle) sentí que Fernando León de Aranoa había traído al escenario de tanto dolor un abrazo que ojalá suene ya para siempre entre nosotros. No extraña, no extraña nada, que la idea haya sido inspirada por la mente de Carlos del Amor, que ha hecho de su modo de interpretar las imágenes contemporáneas un cuadro que merecería estar en el museo de la historia natural de la televisión.