Opinión | VERDIALES

Literatura infantil

Bendita inocencia la de los niños, capaz de acabar con la angustia de la ausencia, capaz de inventar otras vidas más allá de esta, capaz de arredrar la tristeza y convocar la alegría

Un grupo de niños en un colegio

Un grupo de niños en un colegio / EP

No he querido ser madre y mi niñez acabó hace demasiado tiempo, dos hechos que condicionan el modo en el que observo a los niños y, también, la forma en la que me relaciono con ellos, incluso con la cría que debería seguir zascandileando dentro de mí. El juego, ese asidero al que los adultos recurren cuando la gravedad de la vida les oprime el pecho sin que haya bromazepam que valga, me incomoda, me resulta ajeno y lejano.

No sé jugar. Perdí la práctica y, en cualquier caso, nunca se me dio bien del todo. Tampoco sé si me gusta. No me he dado la oportunidad. No me la doy. Arruino cualquier intento de recreo. Mi subconsciente, que sí es travieso y retozón, se las ha arreglado para que divertido, para mí, sea sinónimo de irresponsable.

La seriedad que ahora transmito, incluso en mi escritura, viene de tan lejos como la memoria familiar alcance. Y tomarme todo muy en serio deterioró mi sentido del humor hasta hacerlo, casi, desaparecer. Me cuesta reír, que me arranquen la sonrisa es un triunfo, pero soy honesta. Basta con leerme.

Para equilibrar mi desajustada balanza emocional tengo a mis sobrinos, Rodrigo, de seis años, y Carmen, que está a punto de cumplir cuatro. Los miro con fascinación y arrobo no sólo porque los quiero con locura, sino por la manera que tienen de contemplar el mundo. Quiero ser sus ojos, no para ver lo que ellos ven, para verlo como ellos lo ven.

Infancia y paternidad

"Desde la infancia me ha gustado mirar mi habitación como desde la perspectiva de un pájaro", escribe Bruno Schulz. La cita la he sacado de Literatura infantil (Anagrama), el libro en el que Alejandro Zambra esboza, sin necesidad de borrador, su idea de la infancia a partir de la llegada de su hijo Silvestre.

Schulz vuela hasta su niñez para recordar que era eso, volar, lo que le permitía soñar. Zambra escribe "en estado de apego", bajo la influencia de la paternidad, esa que sus padres no le legaron ni enseñaron, porque quizá no se pueda, tal vez sea una imposibilidad generacional, algo así como el llanto para algunos y la carcajada para otros.

Lo describe muy bien Julio Ramón Ribeyro, al que también menciona el autor chileno en esa obra que me alumbra estos días: "El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae". Esa sustracción es la resta que la muerte va haciéndole a la vida. Pero, ¿cómo explicárselo a un niño, cómo intentar que lo entiendan Carmen y Rodrigo si ni tú misma sabes lo que significa?

Abismo

El abismo sustantivo que se extiende ante la palabra muerte la primera vez que se pronuncia delante de un crío únicamente es comparable a lo que ese niño debe de sentir al escuchar ese término también por vez primera. Quiero ser sus ojos, capaces de llorar sin que las lágrimas les ahoguen, pues al rato pueden convertirlas en las que se escapan, como el pis, cuando la gracia se desborda.

"Abuelo Jero, que mi madre está un poco triste por ti, porque es que, como te has muerto ya, pues está un poquito triste, porque te queremos mucho, tú sabes que te queremos mucho". Es la nota de voz que Carmen grabó, hace unos días, en el móvil de su madre para enviárselo a su abuelo Jero. Mi hermana quería enviarme a mí un mensaje y mi sobrina creyó que el destinatario era mi padre. Sea lo que sea para ella, la muerte no puede impedir que le mande a su abuelo el amor que sigue sintiendo hacia él.

Quiero ser sus ojos, brillantes cuando me cuentan, entre el susurro de la confesión y una contundente espontaneidad, que el abuelo Jero nunca se va a morir, porque lo tiene en su cabeza, y mientras se acuerde de él ahí seguirá, vivo en su recuerdo. Bendita inocencia, capaz de acabar con la angustia de la ausencia, capaz de inventar otras vidas más allá de esta, capaz de arredrar la tristeza y convocar la alegría, capaz de hacer que los demás soñemos despiertos y dejemos volar la imaginación. Bendita literatura infantil.