Opinión | GARABATOS

La familia literaria

Leyendo 'Libros marcados', la hermosa novela sobre Jorge Torres que acaba de publicar su hija Antonia, he pensando en esa infancia entre libros, tan distinta de la mía.

La escritora chilena Antonia Torres

La escritora chilena Antonia Torres / EPE

Recuerdo el pensamiento orgulloso, estúpido y literalmente adolescente de que todos los libros que había en casa de mis padres eran míos y estaban en mi cuarto. Aún vivía en esa casa cuando un amigo me regaló, en los primeros años de los noventa, Poemas encontrados y otros pre-textos, el libro de Jorge Torres que, en lugar de poemas tradicionales, presentaba recortes de prensa y de textos legales, entre ellos una entrevista en que, como respuesta a la pregunta de si había escrito alguna vez un poema, Pinochet declaraba: "¿Quiere que le diga una cosa? ¡Odio las poesías! Ni leerlas, ni escucharlas, ni escribirlas, ni nada".

Leyendo Libros marcados, la hermosa novela sobre Jorge Torres que acaba de publicar su hija Antonia Torres, he pensando en esa infancia entre libros, tan distinta de la mía. Como quien fantasea con haber conocido antes al amor de su vida, tiendo a imaginar e idealizar unas conversaciones intensas acerca de la relación entre el lenguaje y la vida.

Pero la existencia de una biblioteca familiar no anula, por supuesto, el deseo de tener libros propios. Hay un fragmento en que la autora relata su curiosa obsesión con un volumen titulado Historia de la literatura. Tenía entonces cuatro o cinco años, acariciaba las tapas verdes y rígidas del libro, intentaba leerlo y no entendía nada: "Recuerdo que sin embargo su cercanía, su presencia en mi pieza, me hacía sentir segura y acompañada".

Libros marcados es la historia de una hija que, sin proponérselo ni resistirse, con la naturalidad de quien aprende un oficio y lo adapta a sus propias circunstancias, continúa la vocación de su padre. Con generosidad, humor y una serenidad entrecortada (una serenidad que no excluye el reclamo ni la rabia), Antonia Torres deja en el aire imágenes nuevas de un mundo tan ajeno como reconocible: el padre llevando a su hija en bicicleta por las calles de Valdivia, durante los primeros años de la dictadura, por ejemplo.

Mi momento favorito del libro es la evocación de las noches en que Antonia y su padre combatían el insomnio leyendo cada uno en su habitación ("Somos las únicas ventanas iluminadas de un tren que cruza de noche un pueblo dormido").

Hay en este libro lecciones a veces involuntarias de tenacidad y de escepticismo. Y ese humor irreverente y luminoso tan propio de quienes respiran a través de la poesía. Y la rabia periódica de la narradora al constatar, con dolorosa certidumbre, que no está invitada a la masculina fiesta de la poesía. Y recuerdos alegres de infancia que pierden ligereza hasta volverse abrumadores.

Después de leer un viejo poema, Antonia comprende que cuando ella y su hermano jugaban en la playa a enterrar a su padre en la arena él pensaba insistentemente en la muerte, que le llegaría muy pronto, muy temprano, a los cincuenta y tres años. El título de la novela alude a esa muerte prematura, y al hallazgo paulatino en la biblioteca paterna de libros subrayados. Y a estos espléndidos versos feroces de Javier Bello: "Los que marcan los libros mueren jóvenes/ lo invisible quema nuestros actos con la fuerza del sol".

"El primero de nosotros en morir fue mi padre". No dejo de pensar en esa frase, que es la primera de la novela, pero también, de algún modo, de pronto parece que el libro entero consistiera en la entonación diversa de esa sola frase tan sencilla y musical, que comunica una especie de desafío cronológico, como si la hija y el padre hubieran sido siempre equivalentes, contemporáneos. Ese leve desajuste lírico me hace pensar en un "nosotros" más vago y más amplio que una familia; en una familia más grande, que tal vez nos incluye.