Opinión | ANÁLISIS

¿Quién teme unas elecciones?

El electorado sabrá valorar tanto las compañías inaceptables de la derecha democrática cuanto la integridad moral de una izquierda que no se vende por un plato de lentejas

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo, antes de su reunión en el Congreso

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijoo, antes de su reunión en el Congreso / DAVID CASTRO

Como es bien sabido, los resultados electorales del 23 de julio han arrojado un equilibrio perverso: los siete diputados obtenidos por Junts, el partido de Puigdemont heredero de Convergència, son decisivos matemáticamente, ya que del sentido del voto pospujolista depende que Pedro Sánchez pueda obtener o no la investidura como presidente del Gobierno. El azar nos ha jugado una mala pasada, pero era evidente que al permitir la Constitución que los nacionalismos periféricos concurran con los partidos estatales en las elecciones al Congreso de los Diputados, cabía la posibilidad de que el fiel de la balanza quedara en manos de una exigua minoría. Algo que, en cierto modo, también sucedió en 1996: Aznar, pírrico vencedor de las generales, fue presidente del Gobierno porque consiguió seducir a Pujol, días después de que los populares le dedicaran preelectorales cánticos insultantes.

En definitiva, puesto que es imposible que el PP logre al mismo tiempo los apoyos de Vox y de Junts, el futuro pasa porque se consiga o no el acuerdo entre la izquierda y Junts. De no lograrse, habrá nuevas elecciones. Y ya se conoce la posición exigente de Junts, definida por un Puigdemont investido solo con su dudosa autoridad moral ya que no ocupa cargos orgánicos en su formación política. Y Puigdemont ha hecho saber que, de las dos exigencias conocidas que plantea el independentismo, la amnistía y el referéndum de autodeterminación, él de momento se conforma con que se le conceda la primera.

Es conocido que la mayoría política que todavía gobierna está en la línea de desjudicializar el conflicto catalán, y prueba de ello ha sido la concesión de indultos que han sacado de prisión a los condenados por el ‘procés’, por lo que la mitigación de las responsabilidades penales y administrativas puede continuar si existe buena voluntad para ello. Sucede sin embargo que esta buena voluntad brilla por su ausencia. Desjudicializar quiere decir resolver los conflictos mediante la política, renunciando a hacerlo por vías unilaterales, extramuros del estado de derecho. No se puede desjudicializar una pulsión independentista cuando quien la mantiene insiste en que no renuncia a la unilateralidad, es decir, a proclamar de nuevo la independencia rompiendo el sistema establecido y quebrantando los consensos constitucionales.

Los indultos o, si se prefiere, la concesión de una amnistía limitada a los imputados en la causa contra el secesionismo solo tiene sentido si se abre al porvenir un horizonte de acatamiento estricto de la ley vigente, que es el fruto de la decisión colectiva de todos los ciudadanos del estado español (también de los catalanes, por cierto, que en 1978 respaldaron la Constitución como el que más). Y si los independentistas piensan otra cosa, no pueden ser tenidos en cuenta y no habrá por tanto otra solución que ir a las urnas. El electorado sabrá valorar tanto las compañías inaceptables de la derecha democrática cuanto la integridad moral de una izquierda que no se vende por un plato de lentejas.