Opinión | EDITORIAL

El drama inacabable en el mar

Ni desde el plano de los principios ni desde el de los intereses es aceptable la inacción ante esta tragedia

Archivo - Un barco de migrantes subsaharianos interceptado por la Guardia Nacional de Túnez

Archivo - Un barco de migrantes subsaharianos interceptado por la Guardia Nacional de Túnez / Europa Press/Contacto/Hasan Mrad - Archivo

Las cifras son suficientemente expresivas para sopesar las dimensiones de la tragedia: entre 1.800 y 2.400 migrantes han perecido engullidos por el Mediterráneo en lo que llevamos de año, la mayoría de ellos en las rutas irregulares que unen las costas de Túnez y Libia con el sur de Italia. El último episodio, un naufragio que deja 41 muertos y sólo cuatro supervivientes en aguas de la isla de Lampedusa, no es más que uno de tantos en los que confluyen el deseo de llegar a Europa de personas sin futuro en sus países de procedencia, las mafias que procuran embarcaciones de fortuna a precios desorbitados y la incapacidad europea para alcanzar una gestión aceptable de las migraciones. Es más que discutible, por ejemplo, al acuerdo suscrito con Túnez, que en la práctica deja en el mayor de los desamparos a los subsaharianos que llegan allí y aspiran a dar el salto a la costa italiana, o la cárcel flotante que ha entrado en servicio en el Reino Unido, un espacio de confinamiento que remueve la conciencia.

Son demasiadas las iniciativas que han acabado en fracaso desde la crisis migratoria de 2015, cuando un millón de refugiados y de inmigrantes económicos llegaron a Europa. Todos los intentos de aplicar una política de cupos asignados a los socios de la UE han acabado en nada; el acuerdo con Turquía para contener las migraciones en Asia Menor -unos tres millones de personas- no ha hecho más que aplazar la resolución del problema; la eficacia relativa del bloqueo de las rutas canaria y del norte de Marruecos ha desplazado el problema al Mediterráneo central. Nada ha sido útil, en fin, para contener el drama del mar convertido en fosa común.

La demagogia populista de la extrema derecha ha contribuido a exacerbar en segmentos de la opinión pública la idea de que los flujos migratorios dañan los mercados de trabajo. Las tesis conspiranoicas del gran reemplazo, de las que Kais Saied, presidente de Túnez, es frecuente propagador, han desviado en muchos casos la atención hacia factores identitarios y han obviado aquello que realmente debiera importar a las sociedades europeas, tanto desde la vertiente de los principios como desde la del interés. 

La protección y acomodo de comunidades muy vulnerables, las razones que llevan a jugarse la vida a cuantos huyen de la miseria (ni siquiera la crisis de Níger ha servido para poner en primer plano el hecho de que ese país es un importante cruce de caminos de rutas migratorias desde el África subsahariana) y la necesidad de Europa de asumir fuentes que compensen su envejecida estructura de edad: el día a día demuestra que nada resuelve la vieja teoría según la cual la gestión de las migraciones debe hacerse a partir de acuerdos específicos con los gobiernos de los países de origen. En el mejor de los casos, en lugares con gobiernos razonablemente fiables, puede ser un complemento, pero es más que dudoso que tales acuerdos sirvan para disuadir del propósito de llegar a Europa a cuantos, a corto plazo, no depositan ninguna esperanza en el futuro. 

Un ejercicio de realismo, por el contrario, aconseja prever que el problema migratorio seguirá ahí con toda su dramática crudeza mientras subsistan las desigualdades básicas entre el Norte y el Sur. 

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