Entrevista | Pascal Quignard Escritor, premio Formentor de las Letras

Pascal Quignard: "Me importan más las obras que los creadores"

El escritor francés, ganador del último premio Formentor de las Letras, conversa en exclusiva con 'Abril' en París sobre su obra, sus obsesiones y el oficio de madrugar

El escritor francés Pascal Quignard, premio Formentor de las Letras.

El escritor francés Pascal Quignard, premio Formentor de las Letras. / EPE

Carlos Abascal Peiró

Tal vez le permita vivir rodeado de libros, partituras y un modesto piano de pared, pero el rumoroso noroeste parisiense no garantiza la quietud mineral de su casa al pie del río Yonne, a más de un centenar de kilómetros de París y donde –asegura– jamás se ha perdido un amanecer. Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) hace una pausa en la entrevista para cerrar la ventana y restaurar el silencio de su pied-à-terre en la capital del Sena, a la sombra de los plataneros del parque de Buttes-Chaumont.

El autor del deslumbrante ciclo diarístico Último Reino, de El sexo y el espanto o Todas las mañanas del mundo, abandonó en 1994 la editorial Gallimard hacia un exilio voluntario que le acerca a ese “sindicato de solitarios” de La Boétie, Mallarmé o su admirado Montaigne.

Polígrafo, concertista barroco, estudioso del corpus grecolatino y oriental, recibirá el próximo 22 de septiembre el premio Formentor con la elegante timidez que caracteriza a este pianista apasionado, de espalda recta y mirada vivaz, azulísima.

Cinco décadas después de la publicación de sus primeros textos, Quignard ha fundado una disidencia en las letras galas, una obra multipremiada, sensorial y erudita, cosida a partir de infinitos asombros. “De enigmas”, añade con la malicia de quien guarda un secreto. No se fía del mundo, tampoco del lenguaje. El suyo es quizá el empeño de los músicos que habitan sus novelas: abandonar la partitura. Quién sabe si para ser partitura.

 

P. El Formentor consolida su reputación de escritor de culto, pero a usted le sigue gustando reivindicarse sobre todo como lector.

R. Un lector agradecido. Lo hermoso del Premio Formentor es que estimula la traducción, es decir, que los libros de uno viajan. Exceptuando el latín y el griego, hablo únicamente el francés. Freud decía : “Hay que saber atravesar la frontera”. Pues bien, este premio atraviesa la frontera en busca de nuevos lectores, lo cual me emociona más allá del reconocimiento. Ya sabe que a mí la sociedad nunca me ha fascinado (ríe tímidamente).

P. ¿Se lee mejor fuera de la sociedad?

R. Se lee mejor en silencio. Leer es recibir. Y la lectura convoca la pasividad de mi carácter. Me cuesta terriblemente digerir el mundo, los amores, los miedos, la muerte… A muchos animales les sucede lo mismo.

Me cuesta terriblemente digerir el mundo

P. A usted le caen bien los gatos.

R. Admiro su manera de paladear los silencios, su misantropía, los pequeños placeres que la civilización les permite. Soy como ellos. Claro que aprecio el confort de lo civilizado, pero aspiro a su libertad salvaje, ajena a puestos o funciones. Siempre acabo dimitiendo.

P. En 1994 abandonó París de golpe, a la manera de Sainte Colombe, el músico eremita que protagoniza Todas las mañanas del mundo.

R. Trabajé veinticinco años en la editorial Gallimard. Para alguien como yo, no está nada mal. Por mucho que religiones e ideologías repitan lo contrario, dudo que estemos hechos para vivir en grupo. Nacemos y morimos solos. Es más, soñamos solos. El gramático Émile Benveniste, al que conocí de niño, decía que hay una primera persona del singular, una segunda y una tercera, pero nunca personas del plural. El “Nosotros”, aunque le pese al marxismo, no es una persona. Esa idea me ha ayudado a disculpar mi propia retirada de la vida pública.

P. A Francia, en cambio, le gustan los intelectuales que se mojan en el charco público. ¿Teme que le tachen de conservador?

R. Mis colegas del comité de lectura de Gallimard siempre andaban firmando manifiestos. Yo no. Jamás he visto un cuervo, un gato o un petirrojo firmar un manifiesto en nombre de los cuervos, los gatos o los petirrojos.

P. ¿Tampoco vota?

R. No. Y si lo hago, siempre ha sido a la contra.

Nacemos y morimos solos. El "Nosotros", aunque le pese al marxismo, no es una persona

P. En Las sombras errantes, que se alzó con el Goncourt en 2002, escribe: "Leer es nacer".

Mire, a mí me repele la idea de mudarme: sobre todo eso de transportar su propio yo. Pero creo que la experiencia de la mudanza evoca forzosamente la del nacimiento, que es la gran mudanza de nuestras vidas. Uno no sabe dónde va cuando muere, mientras que al nacer sentimos de donde venimos, una pasividad uterina… y adónde vamos: el sol, la luz, los otros (Quignard hace una mueca teatral), ¡los otros! Abrir un libro quizá sea otra mudanza, leer es esperar descubrir posibilidades mentales, sensoriales o eróticas que desconocemos.

P. A lo largo de su obra se percibe un abandono progresivo del yo. ¿Está el yo sobrevalorado?

R. Me importan más las obras que los creadores, si se refiere a eso. En el fondo, usted y yo somos un secreto, un secreto que ignoraremos siempre. Uno es incapaz de decir "yo" al nacer. Yo fui un bebé anoréxico, sin ganas de vivir, probablemente porque sentí que mi madre no me deseaba y quise hacerla feliz. Al venir al mundo pensamos ser una prolongación de nuestras madres, carecemos de subjetividad. Amar nos obliga a renunciar al “yo”.

P. Eso conecta con otro secreto que le fascina, la oscura etimología de dos palabras: literatura y eros.

R. Todos venimos de una escena erótica que nos hace y en la que paradójicamente somos los principales ausentes. Creo que ese misterio inicial está emparentado con el que rodea el origen de ambas palabras (Quignard congela el gesto un largo instante). Pero prefiero proteger el enigma. Seguramente será más valioso que cualquier respuesta. No escribo para dar luz a las cosas.

Eso de reproducirse es más cosa de las sociedades que de los individuos. No olvidemos que uno termina muriendo, no teniendo niños

P. ¿Para qué, entonces?

R. La épica de la creación me interesa poco; en mi caso la escritura es una prolongación de la lectura. (Quignard señala una inmensa balda repleta de cuadernos). Aquí conservo anotadas cada una de mis lecturas desde los años sesenta. Yo vengo de esta estantería.

P. Usted creció en Le Havre (Normandía), en plena posguerra.

R. Crecí en una ciudad enlutada sin saber quién había muerto. Hace poco tropecé en la prensa con una imagen de su puerto devastado por las bombas americanas y me emocioné. Pero al leer el pie de foto descubrí que se trataba de Mariupol (Ucrania). Es una ironía terrible, las ruinas siempre regresan. A Cicerón le obsesionaban, al pintor Hubert Robert también.

P. ¿Recuerda sus primeras lecturas?

R. Aprendí a leer con Memorias de un asno, un librito de la Condesa de Ségur, que, por cierto, vivió en un château cerca de mi pueblo natal. El caso es que aquel asno que sueña con evadirse y se congratula de no saber hablar me conmovió profundamente. Le anticipo que acaba mal.

Es una ironía terrible, las ruinas siempre regresan

P. Intuyo que no le gustan los finales felices.

R. En los cuentos el clásico final feliz pasa por tener hijos. Pero eso de reproducirse es más cosa de las sociedades que de los individuos. No olvidemos que uno termina muriendo, no teniendo niños. Los grandes relatos, la tragedia clásica, las epopeyas, acaban mal. El cristianismo, sin ir más lejos, finaliza con una crucifixión, o peor, con una madre que abandona a su hijo: María decide no asistir a la resurrección y toma el camino de Éfeso.

P. Da la impresión de que su amor por el fragmento, consolidado en Los pequeños tratados (1977-1980), combate la tentativa de dar principio y final a las cosas.

R. El fragmento, el pequeño tratado, es justo lo contrario de la disertación que tanto gusta en la escuelas francesas, esa manía ridícula de asociar dos tesis que se oponen, pura ideología. Prefiero la actitud barroca, que no quiso resolver nada, sino celebrar la oposición, la divergencia, el desgarro.

P. ¿Se considera un escritor barroco?

R. Totalmente. Defiendo la intensidad de la emoción, de lo sensorial, que lo logre o no eso ya es otro debate. Fui monaguillo y después organista, y aquellas misas de mi infancia me descubrieron que no hay nada más bello que las Lamentaciones barrocas.

Los momentos terribles pueden engendrar una gran belleza

P. Usted es músico y muchas de sus novelas cobran forma en una partitura.

R. Por encima de todo, somos oído. La audición es la pasividad extrema frente al ojo, que tiene algo de depredador. Se sabe que en el líquido amniótico oímos el latido del corazón de la madre. Por mucho que digan las enciclopedias, no somos una especie que habla, si acaso una que aprende trabajosamente a hablar. Pero sí somos una especie que oye: los pájaros, la música, el oleaje. Pese a que amo infinitamente escribir, y que seguramente busque una forma de música en el silencio de la escritura, la música me sigue importando más que la literatura.

P. No acaba de confiar en las palabras.

R. Necesito palabras para organizar la realidad, para distinguir el olor de la menta del olor del tomillo o la peonía. Pero una vez que hemos pasado por el discurso conviene borrarlo para regresar a la sensorialidad de las cosas. Por eso celebro haber vivido, hace falta haber conocido treinta o cuarenta veces una estación para saber qué es primavera y qué invierno.

P. Su ultima novela, El amor el mar, regresa a su territorio predilecto, la música y el amor en el tormentoso barroco europeo. Lo atroz convive con lo sublime.  

R. Los momentos terribles pueden engendran una gran belleza. Es una paradoja desagradable pero muy plausible. Atila asola Roma al mismo tiempo que San Agustín comienza « Las confesiones », un texto absolutamente vertiginoso; durante las guerras de religión, se escriben las obras más hermosas de la música occidental; Sima Qian reseña en el siglo I a.C. cómo el taoísmo aparece justo cuando las luchas fratricidas desgarran China…

P. ¿Le interesa el barroco español?

R. Mi amigo Jordi (Savall) me ha descubierto maravillas de la cultura española. Pero admito que no logro comprender todo (sacude la cabeza con pudor). No comprendo a Cervantes como tampoco comprendo a Rabelais.

Siempre he sido muy limitado, como si solo pudiese amar lo grave

P. ¿Sabe por qué?

R. Siempre he sido muy limitado, como si solo pudiese amar lo grave.

P. En su obra abundan los músicos virtuosos que rechazan dar a conocer sus creaciones.

R. Me fascina el gesto de consagrar una vida a una obra monumental y no enseñársela a nadie. Robert Walser o Saint Simon, cuyas memorias fueron halladas en una maleta, escribían para nadie, del mismo modo que una flor no crece hacia ninguna parte.

P. ¿Para quién escribe usted?

R. Sospecho que mis libros no son fáciles. Tuve la suerte de ser bien recibido por la crítica y los lectores cuando comencé a publicar. Pero si no hubiese sido así, aunque nadie me esperase al otro lado, habría seguido escribiendo.

P. ¿Hasta cuándo?

R. Si me respeta la enfermedad, hasta siempre.

P. Escribe como respira.

R. Es una forma de ascesis. Pero sí, respirar es fabricar un vacío, despejar la caja torácica, el alma. Escribir también. Una de las funciones del sueño consiste en digerir el día anterior. Yo debo sufrir alguna deficiencia porque siempre he necesitado recapitular lo vivido a través de la escritura. Comienzo a eso de las tres o las cuatro de la mañana. Me acuesto a la hora de los bebés. Para un español debe ser incomprensible (ríe).

El alba es mucho más bello que el crepúsculo

P. Convénzame.

R. La hermosura del alba. Es mucho más bella que el crepúsculo.

P. ¿Qué está leyendo estos días?

R. Últimamente me he suscrito a revistas científicas, no entiendo gran cosa pero precisamente eso es lo que me satisface. Dicen que vivimos una época desprovista de mitos, no es verdad. La ciencia es nuestro catálogo mitológico, bellísimo por cierto.

P. ¿De dónde le viene esa permanente capacidad de asombro?

R. Digamos que me gusta mantener los ojos abiertos.

'El amor el mar'

Pascal Quignard

Traducción de Ignacio Vidal-Folch

Galaxia Gutenberg

272 páginas. 21,50 euros