REPORTAJE

Tom Sharpe, el tipo decente que escribía cosas indecentes

La biografía 'Fragmentos de inexistencia' despeja las últimas sombras en la vida de uno de los humoristas ingleses más amargos y sarcásticos

El escritor Tom Sharpe

El escritor Tom Sharpe / Juan Ramón Iborra

Pocas veces se puede tener el convencimiento de haber llegado por fin a tu lugar en el mundo. Hay quien jamás lo consigue. La experiencia de Tom Sharpe (Holloway, Londres, 1928-Llafranc, 2013) fue así: asistió a un congreso literario en Barcelona y en la agencia de Carmen Balcells, previa consulta al editor Miquel Alzueta, le propusieron ir a comer al hotel Llevant en Llafranc, en la Costa Brava, un negocio muy cuidado, sin pretensiones y familiar. Frente a un mar luminoso y en calma, el autor superventas que ha provocado tantas carcajadas, tuvo una epifanía. Había encontrado lo que buscaba. 

Era abril de 1992 y se quedó allí hasta finales de junio con la seguridad de haber hallado la piedra filosofal que le permitiría superar el bache de la página satisfactoria arrastrado desde hacía algún tiempo. Poco a poco, casi sin un plan premeditado, se fue separando de su Inglaterra natal, donde tenía esposa y familia, para centrarse en un aislamiento creativo que le facilitaba el no conocer, y no querer hacerlo jamás, ni el catalán ni el castellano.

Mucho más que su doctora

Las estancias en Llafranc se hicieron más y más largas, primero en aquel hotel y luego en una casa alquilada. Pero esa paz espiritual no hubiera sido posible si no hubiera conocido a Montserrat Verdaguer, a quien él siempre llamó Montsi, quizá la única mujer que supo comprenderlo –otros dirán que aguantarlo– y a la única que no le reprochó haberle fallado, porque, dotada de gran paciencia, no se cansó jamás de su inutilidad para la vida práctica, sus excentricidades y su inveterada dipsomanía.

Montsi, psiquiatra de profesión, fue su doctora, su apoyo psicológico, su enfermera y su secretaria, todo en uno, y solía presentarla así, "mi doctora", pero la realidad era otra cosa. Fue su pareja, no tan secreta entre sus íntimos, durante sus últimos 16 años. En el obituario del escritor, el diario británico The Guardian mencionó a su viuda, de la que oficialmente no se había separado, pero ignoró a Verdaguer. También fue la depositaria de varios encargos post mortem: el cuidado de su legado, la creación de la Fundación Tom Sharpe en la Universidad de Girona y la redacción de una biografía.

Diez años después de la muerte del autor, los tres deseos quedan cumplidos con la aparición de Fragmentos de inexistencia (Anagrama), biografía que Verdaguer acabó encargando al escritor Miquel Martín i Serra. "Tom –explica Verdaguer– escribió algo parecido a una autobiografía fragmentaria en forma de cartas que tituló Lettres a monsieur Printemps pero no finalizó el proyecto hoy inédito porque creía, mágicamente, que si acababa ese libro iba a ser su final como escritor y, por otro lado, le resultaba imposible hablar de su padre, un nazi convencido y amigo de William Joyce, lord Haw-Haw, el locutor angloestadounidense que trabajó para Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial".

Ante esa imposibilidad, traspasó la patata caliente a su compañera, dictándole además numerosas horas de conversación. "Lo harás tú, me dijo, en una de sus ideas locas porque yo no soy escritora, pobre de mí", recuerda entre risas Verdaguer. 

Aristas y zonas oscuras

De todo ese material se hizo cargo Martín i Serra, que ha integrado en la obra buena parte de los escritos y declaraciones del autor y ha quedado cautivado por un personaje que no se resume solo en el de un tipo divertido que escribe novelas graciosas. Bajo la máscara del payaso, el biógrafo ha encontrado muchas aristas y zonas oscuras, que indefectiblemente tiñen de humor salvaje sus escritos.

Ahí está el nazismo del padre, un sacerdote anglicano muy ilustrado, cuyas ideas políticas al niño Sharpe, que no conocía otra cosa, le parecían perfectamente decentes. Fue poco después de la muerte de su progenitor al liberarse los campos de concentración que se enfrentó con la verdad gracias al visionado de un documental sobre Bergen-Belsen en un momento del todo traumático.

"Cuando descubrí lo que Hitler había hecho a los gitanos, a los judíos, a los homosexuales… quedé afectado para toda la vida", contó a Verdaguer. Y a un periodista, en un tono más genuinamente sharpeano resumió: "Fue como descubrir que Jesús era Charles Manson".

Con la madre no tuvo mejor suerte. Al saber que estaba encinta, superados los 40 años, Grace Sharpe, tras haber probado otros medios, se puso a saltar a la comba desenfrenadamente para provocarse un aborto. El chico se empeñó en nacer pero ella nunca lo quiso y desatendió sus cuidados. La estricta educación metodista sin la menor muestra de cariño tampoco ayudó, por lo que, mucho más joven que sus hermanos mayores, siempre se sintió un solitario.

El nivel de intimidad al que se llega en la biografía es bastante profundo. Por parte de su compañera no hubo ningún tipo de censura hacia Martín i Serra, que no ha optado por una hagiografía –impensable en Sharpe– pese a que fue el propio autor el que dejó los materiales y su voz aparece continuadamente a lo largo del libro. "El propio Sharpe no se cortaba –explica el biógrafo–, a cualquiera que se le acercase le contaba su vida sexual. Tampoco se censuraba a sí mismo. Con todo, el libro permite entrar en una zona oscura y privada a la que en vida no dejó acercarse".

La palabra misoginia, que acompañó al autor repetidamente, no se emplea en la biografía, pero su autor es consciente de las relaciones complejas que Sharpe mantuvo con las mujeres y que acabaron trasluciéndose en unas tramas en las que los hombres son bonachones y apocados mientras que ellas les hacen la vida imposible obligándoles además a una sexualidad desaforada. ·A causa de su madre solía acusar de abandono a todas las mujeres que pasaron por su vida, pero es evidente que fracaso tras fracaso algo de responsabilidad en ello también tenía", dice Martín i Serra.

A Verdaguer, Sharpe, que muchas veces se confesó incapacitado para el amor –"no soy un hombre muy sexual, aunque adoro a las mujeres"–, le contó sus impresiones sobre la primera vez que vio con atención, armado con una linterna, un sexo femenino, durante el breve matrimonio con su primera esposa, Criquette: "Me quedé horrorizado, era una cosa repugnante". Tampoco escondió su fetichismo por el látex, heredado de sus primeros intentos masturbatorios infantiles cuando descubrió que envolverse el pene con goma aumentaba el placer.

Señas de identidad

Ataques de pánico en general, imposibilidad de formar parte de una platea silenciosa en un teatro o una iglesia sin haber tomado tranquilizantes y una hipocondría extrema que se acentuó los últimos años gracias a una salud verdaderamente frágil que él castigada a base de comilonas y alcohol fueron algunas de las señas de identidad de un carácter inestable.

Le salvó, es muy conocido, el humor –"me hizo más bien que muchos de los psicoanalistas con quienes he pasado tantas horas serias", dijo– y la escritura, a la que no se pudo dedicar profesionalmente hasta cumplidos los 40 años, sacándole todo el jugo a los años vividos en Suráfrica. Allí fue testigo del terror del apartheid, tras haber trabajado como profesor, fotógrafo, asistente social, dejando constancia en sus dos primeras novelas Reunión tumultuosa y Exhibición impúdica, que lo descubrieron al gran público.

Más tarde, el arranque de la saga Wilt en 1976 le dio renombre universal con las desventuras de ese hombrecillo insignificante abrumado por una ristra de indignidades. 

Susceptible de ser cancelado

¿Ese mundo de mujeres aterradoras y tipos amedrentados sería hoy susceptible de ser cancelado? Nadie, ni su pareja, ni su biógrafo, ni su traductor al catalán, Màrius Serra, tienen la menor duda. Rotundamente sí. No era amigo de correcciones políticas. También fue una madeja de contradicciones. Un activista antiapartheid que en sus últimos años se deleitaba oyendo canciones nazis. Un autor al que gustándole el éxito popular deseaba ser reconocido por la crítica distinguida.

Incluso su estilo característico, que no huye del humor grueso o la grosería, es contradictorio. "Es verdad –precisa Martín i Serra– que a menudo se vale de recursos fáciles, palabrotas de cuando sirvió en la Marina, pero a la vez utiliza una prosa muy elaborado producto de su educación en Cambridge y de ese choque surge su estilo inconfundible". Y para rematar Màrius Serra lanza una definición marcada por ese vaivén: "Alguien que pese a escribir cosas indecentes era completamente decente".