PERIFÉRICOS Y CONSUMIBLES

De oca a oca y Retiro...

La Fería del Libro de Madrid, el pasado fin de semana

La Fería del Libro de Madrid, el pasado fin de semana / EFE

Javier García Rodríguez

… porque me toca. Mi sábado sabadete, que se presentó con una mañana radiante como premonición de una jornada con sol de justicia poética, me llevó de la ceca de los superventas a la meca de los suplicantes por una firma que les salvara el día y el ego o a la de los replicantes, adictos al copia-pega; y redichos. Hablo de la Feria del Libro de Madrid, claro. Con sus cienes y cienes de casetas, sus máquinas expendedoras de refrescos a tres euros, sus carpas -y truchas, barbos, lucios y percas: a río revuelto- de presentaciones, sus autores atormentados (¡cuánta lluvia, por dios, cuántos rayos y centellas!), sus lectores ideales, modelos y, si me apuran, in fábula, y sus editores ávidos o impávidos.

El zoco de la literatura. Libros y libreras. Y cada autor, líbero en zona. Poetas con más pana que gloria a pesar de los calores, dramaturgos nunca representados, periodistas de raza churra o merina, expertos en nadar y en guardar la nadería. Y Vicky Martín Berrocal firmando a mano alzada: en una mano el bolígrafo y en la otra el eyeliner. Y un narrador de gomaespuma y otro de goma EVA™.

Entre la épica de los anónimos, la tragedia de las ligas menores y la lírica de los poetae novi, neotéricos todos, las plumas consagradas en los géneros mayores, refractarias a la disforia de género, se muestran como pavos reales con la cola más extendida, arcoíris a veces, gris casi siempre. Nada que hacer, en cualquier caso, porque la batalla está perdida.

Esta guerra de instragramer contra gramer la tienen ganada, y bien ganada, los del I like Ike, los del corazoncito y los de blue jeans en vez de chaqueta americana, mocasín, pantalón chino y polo de Lacoste®. Antes de que llegara mi turno en el escaparate de este barrio rojo en el que todos enseñamos las vergüenzas, me dio tiempo a hacer el paseíllo por las ventas bajo el volcán de la solana madrileña, que siembra ocios y recoge tempestades.

Del Retiro me he traído varios abrazos en los que había más cariño que el que se han tenido algunos matrimonios en 40 años. He charlado con Enrique Vila-Matas. He bailado -brevemente- la conga. Coincidí con Rosa, que fue mi roomie en Iowa en los tiempos de George Bush padre. Marcos Almendros, editor de Ya lo dijo Casimiro Parker, me regaló una preciosa edición de la poesía de Lawrence Ferlinghetti. Almudena Vidorreta puso en mis manos Las lectoras de Teresa. Sonia Dalton me firmó -por fin- su Borges en Estocolmo. Asistí al almuerzo de Delirio y La Uña Rota. Toqué la mano y la voz de Olga, de Candaya, y atisbé sus lágrimas contenidas.

No llegué a ver a Charlie Love, pero su cola lo delataba. Conocí a Gonzalo Yut, cuya Fanta Naranja Limón debería ser lectura obligatoria en los vestuarios de todos los equipos de fútbol. Besé con ganas, pero con prudencia, a Vanesa Pérez Sauquillo y a Marta Sanz, mas no a Andrés Trapiello, a pesar de tener todos sus diarios en primeras ediciones.

Me reencontré con Marina Sanmartín, en compañía de Cervantes. No me crucé con Perci porque los árboles no me dejaron ver el bosque. Firmé y fui firmado. Y en este sueño, porque todo sueño, yo era Guillermo, tel quel, y el hijo de Platero se llamaba Julito. Y vivía entre Eolas y Menoslobos, dos pequeñas ciudades entre Comala y Macondo.