Opinión | Verdiales

El año que aprendí a bailar

Hoy vuelvo a ser la niña que ganó el premio Nadal, que recibió el mejor regalo de Reyes de toda su vida

La escritora Inés Martín Rodrigo, mostrando el premio Nadal 2022

La escritora Inés Martín Rodrigo, mostrando el premio Nadal 2022 / Toni Albir

En los últimos días vivo en el pasado, que no de él. Incluso en sueños, en lugar de fantasear con lo que no sucedió, mi mente se ancla a lo ya ocurrido, reinterpretando, eso sí, en algún punto, el guión con giros inesperados, como es habitual, aunque sin cambiar el final, ya que para una vez que es feliz no es cuestión de arruinarlo por antojo del subconsciente.

Es fácil, y lógico, quedarse allí, en una parte de tu biografía que marcará, para bien, además, el resto de tu trayectoria literaria. Por eso vuelvo una y otra vez, de manera un poco obsesiva -de lo contrario, no sería escritora-, a la semana previa a la Noche de Reyes de 2022, a todas las horas de esa jornada en Barcelona, e incluso me sorprendo recordando momentos, rostros de personas anónimas, trozos de conversaciones, imágenes de lugares concretos e intrascendentes que entonces no formaron parte del relato que mi mente, aturdida y alborotada, iba improvisando sobre la marcha, como las mejores narraciones.

Eso, pese al regocijo que provoca la memoria cuando es grata, conlleva un riesgo, y es la renuncia al presente, es decir, a la vida cotidiana, que no real, pues esa no existe ni en la ficción. Y yo estoy en ese peligroso punto de la balanza en el que cualquier paso, por pequeño que sea, puede desequilibrar el justo desorden que necesito para poder levantarme cada mañana después de haber dormido lo suficiente, cosa que últimamente no consigo ni con fármacos. No se asusten. Estoy acostumbrada. Es el estado habitual, de alarma, de los autores, o al menos de mi mitad escritora, que en el último año ha colonizado, sin vuelta atrás, a todo lo demás que soy, sea lo que sea.

Para poder seguir viviendo, habitando este mundo hostil, bárbaro y loco, nos inventamos otros. “Una vida entera y en esto se resume todo: / belleza y terror”. Lo dice Mary Oliver, a la que leo como si la escuchara a mi lado, recitando, susurrando cada verso. “Escribo para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo”. Por eso escribe Joan Didion. ¿Y yo? “Todo lo que no está escrito desaparece”, reflexiona James Salter pocas páginas después de asegurar que “enseñar a escribir se parece a enseñar a bailar”.

He descubierto, en estos doce meses, que me gusta bailar, aunque no tenga ritmo y me muera de vergüenza al saberme observada. Tal vez por eso escribo, para vencer la timidez y poder bailar sin temor a ser juzgada. También para experimentarlo de nuevo todo, para volver a vivir esas primeras veces reservadas sólo a la infancia. Qué suerte leer por primera vez a Roald Dahl. Qué privilegio experimentar el miedo al oír los gritos de la Trunchbull. Qué maravilla sentirse Matilda.

UN MUNDO DISTINTO

Ahora hago todo eso de la mano de mis sobrinos, Rodrigo y Carmen, de cinco y tres años. Veo el mundo a través de sus ojos, y es otro, distinto, mejor, aunque en él sigan estando muy presentes la belleza y el terror a los que alude Mary Oliver. Lo que cambia es el punto de vista desde el que se vive, igual que sucede cada vez que nos sentamos a escribir una nueva novela.

Me ha costado, porque desprenderse de una historia como Las formas del querer (Destino), que tanto me ha dado, es difícil, pero llevo tiempo pisando ya ese territorio desconocido que en ningún momento, al menos hasta ahora, me ha resultado ajeno, ni siquiera antes de empezar a narrarlo, cuando aún no me había puesto a escribir y sin embargo ya estaba escribiendo. Es una nueva primera vez, que estará repleta de nuevas primeras veces, de comienzos ya vividos y, sin embargo, pendientes de vivir. Para eso está la ficción.

Hoy vuelvo a ser la niña que ganó el premio Nadal, que se subió al escenario del hotel Palace de Barcelona con una sonrisa indisimulable, que recibió el galardón como si fuera lo que es, un trofeo, y se colocó detrás del atril desde el que pronunció, presa del rubor y la alegría, las palabras que había memorizado sin miedo a que se le olvidaran con la ilusión de estar recibiendo el mejor regalo de Reyes de toda su vida. Pura magia. ¡Bailemos!