PERFIL

Carles Puigdemont, el hombre que lleva un pastelero dentro

Se podría escribir una metáfora de los movimientos telúricos y de los dulces desgarbados, como cantos rodados de un arroyo

Carles Puigdemont, en el mitin de cierre de campaña de Junts el pasado 21 de julio.

Carles Puigdemont, en el mitin de cierre de campaña de Junts el pasado 21 de julio. / Manu Mitru

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

Los “Capricis d'Amer” son la especialidad de la Pastisseria Puigdemont, fundada en 1928 por los abuelos del 'expresident'. Se venden en bolsas o en paquetes y son una combinación de tres galletas de formas abruptas y de dulces interiores. Son los “carquinyolis”, los “cracs” y los “terratrèmols”, estos últimos en recuerdo de la sacudida que devastó el pueblo en 1427. Se podría escribir una metáfora, de los movimientos telúricos y de estos dulces desgarbados, como cantos rodados de un arroyo. La apariencia pétrea se diluye en la boca. Entonces, de la roca, emerge un exquisito manjar. Podríamos afirmar que son el correlato objetivo de la figura de 

Carles Puigdemont

, que se ha ido endureciendo a base de los años y las tormentas, que se ha ido ensimismando con la dura experiencia del exilio y que, a pesar de todo, conserva todavía la chispa del visionario, para bien y para mal, la del hombre digno que lleva un pastelero dentro (lo dijo él mismo en un post en Instagram, la noche de San Juan, con la imagen de una coca casera hecha probablemente en Waterloo) y que no ha cambiado ni una coma del discurso que empezó a escribir de joven.

Hay una foto de 1982, cuando tenía veinte años, donde se le ve con un grupo de amigos de Amer en una plaza de Ginebra. Parece un Wally “avant la lettre”, con gorro y gafas, sentado frente a una bandera “estelada” hecha en casa, cuando aún no las vendían en los negocios de todo a cien. Puigdemont ya era entonces independentista, pero discrepaba de los movimientos que abogaban por la lucha armada y la agitación, porque, como explica su amigo, Miquel Casals, que también le ha apoyado en los episodios más extremos, “la violencia no era el camino para conseguir la independencia”. Lo era de pequeño y de adolescente, en el internado del Collell, donde fundamentó los orígenes de su pensamiento catalanista. Un día llevó, clavada en la bata de los alumnos, una pegatina de la campaña “Volem l’Estatut”. Uno de los curas, le recriminó el gesto y le dijo: "Pero si no sabes ni de qué hablas". Él, orgulloso y tozudo, contestó: “Por supuesto que lo sé; si quiere se lo cuento”.

Orgulloso y tozudo son algunos de los adjetivos que utilizan los amigos de aquel tiempo. Y también terco y solitario. Me cuentan que en el autobús donde coincidían para ir a estudiar, la imagen de Puigdemont era la de “un tipo raro”, con una de esas bolsas de asas largas, a la manera de los hippies, y con una guitarra que, de vez en cuando, hacía sonar a lo largo del trayecto. "Si se te acercaba", me dicen con una sonrisa irónica, "era seguro que te clavaba la chapa de Cataluña". Y añaden, gente que le ha tratado todos estos años: “Además de ser un trabajador incansable, inteligente y calculador, ese chico de pueblo ahora está herido”. Herido por las circunstancias y los exabruptos, por aquellos que lo tratan de traidor o terrorista (depende de dónde sople el viento), de iluminado o de prófugo. Herido por todas aquellas chorradas que se han dicho de la Casa de la República en Waterloo, por la quema y el ahorcamiento de muñecos con su figura. Herido, en la esencia más profunda, íntima, indescifrable, del hombre que recibe la noticia de la muerte del padre en la distancia y la soledad. “Hace poco rato mi padre nos ha dejado. Mi madre, mis hermanas y mis hermanos, le recordaremos siempre como un hombre de bondad inmensa y fidelidad a los valores del cristianismo de base”. Lo escribió el 6 de noviembre de 2019. Un adiós discreto y tan emotivo.

Pocos meses después, justo antes de la pandemia, Puigdemont se fotografiaba en Perpiñán (donde ha vivido buena parte de los últimos años) junto a su madre. Si nos paramos a pensar en este desgarro emocional, no sólo en los momentos más dramáticos, sino en la vida cotidiana, en el crecimiento de las dos hijas que ya son adolescentes (Magalí, de 16 años y María, de 14), en las dificultades de mantener una relación de pareja estable cuando la estabilidad es sólo una entelequia, todo lo que se escribe con sarcasmo sobre la plácida vida del exiliado acaba convirtiéndose en una broma pesada de mal gusto.

Tras el monstruo (o el “Vivales”) que algunos han retratado, está la figura de un hombre desamparado. Lo escribo con plena convicción y con el cariño y el recuerdo de una relación amistosa que se ha ido desvaneciendo con los años. Recuerdo ahora una noche cálida en La Gavina de S'Agaró. Era el 9 de junio de 2017. Se inauguraba la temporada de verano y el ambiente era relajado y festivo. Puigdemont llegó tarde. Acababa de hacer pública la convocatoria de un referendo para el 1 de octubre. Hablé un rato con él junto a la piscina. Le pregunté si lo tenía todo previsto. Me dijo que sí. Pero en la cartografía de los obstáculos tuvieron más protagonismo las hondonadas que las cimas, los barrancos más que los valles. No podía imaginar, por ejemplo, que en aquel 1-O una de las escuelas donde se ejercería con más violencia la represión policial, y no por azar, sería el Col·legi Verd de Girona, donde estudiaban sus pequeñas. Aquella noche quedamos que cenaríamos pronto con un grupo de amigos de diversas ideologías y talantes, “con tiempo para hablar”. Ya no hubo tiempo. La abstracción le convirtió en mártir.

Uno de sus últimos mensajes es un reconocimiento a Sinéad O’Connor. Sin embargo, no cita la canción que todo el mundo cita, sino un concierto de la cantante con The Chieftains. Cantan una balada irlandesa (“The Foggy Dew”) que rememora la revuelta de Pascua de 1916. Habla de lucha y de represión y termina así: “La libertad brillará a través de la niebla rosada”. Vive en la ilusión de una Pascua similar, simbólica de un futuro de resurrección.

Puigdemont cerró el discurso de su investidura como presidente con unas palabras del añorado escritor Miquel Pairolí. “La dignidad construye la personalidad como el orgullo tiende a destruirla; por tanto, dejemos el orgullo, cojamos la dignidad”. Tengo la sensación de que todavía ahora Puigdemont oscila entre esos dos polos. Diría que es consciente de ello. Acostumbrado a los proyectos visionarios que deja hilvanados para huir hacia adelante, superviviente de múltiples accidentes (en carreteras reales y simbólicas), vive en el callejón sin salida del alma de un pastelero extrañado.