Opinión | LA SUERTE DE BESAR

Nadie lo vio venir

Nadie nos asegura la dignidad al final de nuestra vida. Tristísimo. Y, si no tenemos mucho, pero mucho dinero, el escenario que se proyecta es de película de terror

Una mano sujetando otra dependiente.

Una mano sujetando otra dependiente. / EPE

Hace unas semanas, una mujer llamó a emergencias desde un domicilio de Palma y solicitó que un facultativo certificara la muerte de su tía nonagenaria. Según ella, había rodado por las escaleras de su casa fatalmente. Cuando la policía se presentó en la vivienda, desmontó esa teoría. La posición en la que se encontraba el cadáver, los golpes que podían apreciarse y una herida de arma blanca en el tórax daban a entender que la causa de la muerte era otra. Todas las sospechas apuntaron a la sobrina, de 54 años, quien acabó confesando el crimen y admitió que sufrió un arrebato, después de que su tía vomitara la comida. Según he leído, acabó con su vida en Sineu y trasladó el cuerpo a Palma dentro de una maleta. La presunta asesina declaró que perdió la cabeza.

Me obsesiona la dependencia. De quien la sufre y de su cuidadora (sí, en femenino). Obsesiona y aterra. Me da miedo que nadie me mire con buenos ojos si algún día me da por repetir las cosas una y otra vez porque no recuerdo haberlo dicho antes. Me angustia poder acabar sola en una residencia siendo la «vieja de la habitación 25», aquella a la que le cambian el paquete sólo a las horas asignadas, aunque vaya mojada hasta las axilas. Me acongoja imaginar que quien esté a mi lado me considere una pesada porque quiero salir a pasear, ir limpia, llevar las uñas bien cortadas e ir bien vestida. Me inquieta que, si alguien me cuida, ese alguien pase olímpicamente de mi esencia como persona y me considere una losa. Me horroriza pensar que podría ser yo quien se hartara de cuidar a alguien a quien quiero. Ser dependiente es duro. Y ser cuidadora, también.

Noticias como la que leí me remueven la conciencia. Porque, en parte, todos somos un poco responsables. La dependencia es una cuestión de Estado, que debería contemplarse desde distintas vertientes. Desde la salud física y mental, los servicios sociales o desde el ámbito de la relación con la comunidad. Nacemos dignamente. En hospitales públicos o privados, con profesionales que nos tratan bien, que nos cuidan, nos medican cuando lo necesitamos y recibimos el amor de nuestra madre. Nadie nos asegura la dignidad al final de nuestra vida. Tristísimo. Y, si no tenemos mucho, pero mucho dinero, el escenario que se proyecta es de película de terror.

He leído que la mujer que presuntamente asesinó a su tía tiene enfermedad mental y admitió sentirse sobrepasada por los cuidados. ¿Nadie previó el riesgo que entrañaba que una persona vulnerable cuidara de una persona altamente dependiente? ¿Nadie del centro de salud, de la farmacia, del supermercado, del barrio o del entorno más cercano intuyó que aquella situación podía explotar? Puede que no o puede que sí, pero decidieron mirar a otro lado. Que es lo que hacemos todos.

Como ciudadana que, en el mejor de los casos, envejecerá, ruego que quien tenga la potestad para diseñar servicios y políticas públicas se tome en serio el sufrimiento que provoca la dependencia en las unidades familiares. Inviertan su energía e inteligencia pensando qué hacer para que quien está al final de su vida tenga garantizados los cuidados, la protección y, en definitiva, la dignidad. Es lo mínimo.