Opinión | ESPEJO DE PAPEL

El idiota de la familia

Como cualquiera, todos somos capacitados o inútiles, o no, según las condiciones en que nos movamos, o discapacitados para esta u otra tarea, pero jamás nadie, ninguno de nosotros, se puede llamar disminuido

Constitución española de 1978.

Constitución española de 1978.

Jean Paul Sartre dedicó casi dos mil páginas a demostrar que Gustave Flaubert, el gran escritor francés que cautivó también a grandes como Mario Vargas Llosa, había sido el idiota, el enfermo de la familia, hasta que se descubrió para la historia como uno de los mayores literatos de su país y del mundo. Madame Bovary lo consagró, sus libros lo sacaron de la vida común para convertirlo en el maestro de maestros, y nadie nunca pudo referirse a él como el despreciado de su estirpe. No lo fue, no lo es. 

Ahora en España, al fin, a los que antes llamábamos (y se lo llamaban así las autoridades de la Transición española y su código) «disminuidos» son tan capacitados, o inútiles, como cualquiera de los que aspiramos a ser considerados como hábiles para cualquier oficio o tarea. Los disminuidos somos todos, en cuanto que inútiles, así que los más útiles podemos ser, en algún momento, lo contrario y lo sublime también, pues estos adjetivos de uso común son tan injustos para unos como para otros. Y, en definitiva, somos iguales, ante la ley y ante el lenguaje, y nadie puede sentirse más útil, o mejor, que el otro, en ninguna circunstancia. Nadie es disminuido, todos tenemos la dimensión que nos dio la vida.

Como cualquiera, todos somos capacitados o inútiles, o no, según las condiciones en que nos movamos, o discapacitados para esta u otra tarea, pero jamás nadie, ninguno de nosotros, se puede llamar disminuido. Eso fue siempre oneroso, no era una calificación, ni siquiera un vocablo de la simpleza, sino una injusticia que agravaba, ante la sociedad, las posibles dificultades (laborales, por ejemplo) de las personas así consideradas hasta por la mayor ley del Estado, la Constitución.

"Disminuido" queda borrado del diccionario de las autoridades políticas que rigen desde la democracia, y ha de quedar fuera del ámbito de la conciencia, y del vocabulario, de los burlones que tienden a utilizar la supremacía como parte de la estupidez, es decir, de la inutilidad, humana para calificar con respeto al que proviene de una malformación, grande o pequeña, que no le impide ejercer, de una manera u otra, el oficio, la profesión o la vocación que mantiene. El discapacitado no es un disminuido: que se sepa ya, y que se borre de veras aquella horrible desmejora verbal.  

Que se tarde medio siglo en sacar la pata de donde se metió cuando se hizo la Carta Magna indica hasta qué punto es lenta la vida de la justicia que convoca las palabras, y hasta qué punto es lenta, también, la inteligencia social para levantar el castigo de ciertos vocablos a las personas que a lo largo de las décadas han sido tachadas en el libro de la injusticia verbal, que es también el de la injusticia en general. 

Alguien que fue considerado inútil, o discapacitado, o disminuido, lo puede decir ahora, sin haber sufrido (o no del todo) las lacras de este vocablo. En la escuela me llamaban «cambado», porque de niño viví en cunas estrechas, e insuficientes, para albergar a un muchacho, porque este, que era yo, debía dormir en una cama minúscula, hasta que mis piernas fueron adaptándose a ese medio ambiente y dejaron de crecer como parecía ser debido. 

Las consecuencias, sociales, escolares, de aquella deformación menor pero desde entonces muy molesta, me marcaron en la escuela, en el recreo, hasta que la vida fue amansando los problemas que me fueron causados por aquel accidente del destino y ahora ya nadie puede llamarme inútil, al menos no por aquella circunstancia física que mermó mi cuerpo. 

Los curas y los chicos, y la gente de la calle, hasta en los columpios, hacían mofa de aquel muchacho. Ahora, aunque entonces la Constitución democrática no existía, añoro esta nueva dimensión de la palabra «disminuido» y siento que esta tachadura del vocablo ya forma parte de una reivindicación de aquel que sufría, en el recreo, la burla de los chicos.