Opinión

El principio de la supervivencia

A veces creo que si hubiera tomado aquella puerta estaría en otra vida, posiblemente mejor

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en el Senado durante la reunión con sus grupos parlamentarios.

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, en el Senado durante la reunión con sus grupos parlamentarios. / JOSÉ LUIS ROCA.

Alberto Núñez Feijóo dice que de haber sabido que la política era esto se hubiera dedicado a otra cosa. Me produce ternura. Me parece una declaración de humanidad. Uno más que se viene abajo cuando las cosas le han ido mal. Le diría una frase que leí el otro día a Leila Guerriero: «Bienvenido a la tierra. Aquí somos todos un poco infelices y estamos bastante rotos».

Yo mismo podría firmar la frase de Feijóo algunos días. Yo también hay momentos en los que me digo que de haber sabido que el periodismo era esto me hubiera dedicado a otra cosa. Como le pasa seguro al electricista que ha venido esta mañana a casa, seguro, entre prisas y con el destornillador en una mano y el teléfono móvil en la oreja. Yo también hay días que pienso que si aquella puerta la hubiera tomado estaría hoy en otra vida, posiblemente mejor. Siempre es mejor, porque es imaginaria y todo cabe en ella, está hecha de sueños. Pero la puerta buena es esta, la real, la que da momentos de gozo también cada día. Así me recupero, al menos. Y sigo.

Sobre la política y lo de esta semana, los decretos salvados in extremis por un acuerdo en el último segundo con concesiones a los ‘indepes’ tan poco empáticos de Junts, confieso que me produce cierta satisfacción ver tocados y sometidos a los poderosos, los partidos que antes arrastraban con todo sin mirar atrás, como un tsunami. Para la concepción centralista que este país (y casi todos los que lo pisamos, diría) llevamos impregnada en la piel, es una lección que otros, la periferia, impongan su criterio. Si me pongo serio, me parece una traslación parlamentaria de los tiempos de hoy: inseguros, inestables, vacilantes, en los que la mayoría nos miramos al espejo y no sabemos bien si estamos ahí, en los que hay que adaptarse cada día a la marea que viene.

No es que los principios sean líquidos, volubles, en estos días, es que son otros. Es uno, diría. La supervivencia. Y el político que mejor lo ha entendido es Pedro Sánchez. Salta a la vista desde hace tiempo. Es capaz de exhibir una imagen de fuerza y poder en un contexto de debilidad política, de zozobra perpetua. Su tierra firme es siempre arena movediza y entendió ahora que lo importante era sacar adelante el escudo social, como sea, pactando como fuera, y que los primeros decretos del Gobierno sobrevivieran, porque iba en ellos buena parte de la existencia futura del mismo. El PP pudo pactar, pero cayó en el error de dejarse deslumbrar por los beneficios para sí de una derrota del Gobierno. Quizá lo que Núñez Feijóo quería decir en sus frases desesperadas al salir del pleno es que hubiera sido mejor negociar. Al final, no hay ni grandes vencedores.

El arte nunca es casual. El azar contiene un mensaje, porque aunque no sea así, se lo buscamos. No es casual que un director español de cine se haya puesto ahora a observar unos hechos de hace cincuenta años y que ya pasaron por la mirada de una cámara. Hablo de J.A. Bayona y La sociedad de la nieve. No es casual el interés por una experiencia límite de supervivencia. Y no es casual que lo haya hecho para dar los ojos a los que no se suelen ver, a los débiles, a los que no sobreviven, los imprescindibles para que otros sigan.

A mí confieso que la nieve me da miedo. Desde niño. Desde mi primer viaje a la blancura en un autobús viejo y renqueante. La asociación de vecinos del barrio empezaba a democratizar el turismo y organizó un viaje de un día a la montaña blanca más cercana. Todos éramos gente de las mismas calles: de los descampados a las laderas de la Virgen de la Vega. En el regreso, ya sin sol, el autobús se quedó al borde de un precipicio por el fallo de los frenos. Me queda la cara sudada del conductor con las ruedas delanteras del trasto fuera de la carretera. Me queda el vecino de fila que cogió veloz a su hijo pequeño en brazos y se fue hacia la puerta trasera. Me queda la muerte casi como una fiesta para un niño esperando luego todos a la intemperie, junto a una cabaña de madera, a que llegara un nuevo autobús. He vuelto a la nieve alguna vez. Nunca me he sentido a gusto. Creo que siempre he sabido por qué.

Sobreviví, porque sí, y seguí.

Seguir adelante. Sí. Aunque a estas alturas te das cuenta de que eres tanto lo que tienes delante como lo que has dejado atrás. Sobrevives y sueñas porque tienes recuerdos, porque llevas a muchos otros dentro. Tu futuro no es solo el tuyo. Sobrevives porque te sigue maravillando levantar la vista y ver el mundo. Y hacerlo sin perder el respeto a la razón, sin dejar que el miedo te avasalle.

La luz difícil (Tomás González) es uno de los libros más bellos que he leído en los últimos tiempos. Es una novela corta sobre el dolor y la supervivencia con una conclusión sencilla y limpia, aunque fácil de olvidar: «La armonía del mundo no se emborrona o ensucia ni siquiera en los momentos de peor horror». Cualquiera que ha vivido lo sabe. Cualquiera podría hablar tanto de horrores.