Opinión | VUELTA A LA RUTINA

El mar de la historia

Después de Reyes, se apaga el alumbrado navideño y somos devorados, de nuevo, por la rutina, mientras los esqueletos de gigantescos árboles de luces sobreviven unos días más, como la huella de un mundo ficticio y fabuloso del que un día formamos parte

Un equipo de funcionarios trabajando en la oficina.

Un equipo de funcionarios trabajando en la oficina.

Los primeros días del año siempre me han parecido terriblemente fríos. Como saltar a un precipicio o despertar a las seis de la mañana, antes de que amanezca, inundado el paisaje de esa claridad grisácea y cenagosa. La noche, familiar y caliente, terminó en las fauces del alba. El año que conocíamos, con sus recuerdos amables y con aquellos otros dolorosos, pero nuestros, desembocó en enero.

Después de Reyes, se apaga el alumbrado navideño y somos devorados, de nuevo, por la rutina, mientras los esqueletos de gigantescos árboles de luces sobreviven unos días más, como la huella de un mundo ficticio y fabuloso del que un día formamos parte. Es la misma sensación que se tiene cuando, después de un maravilloso viaje, hay que madrugar para coger un avión y volver a casa. El aeropuerto es el hábitat de una forma especial de frío, indefinible pero cierta, que cala hasta los huesos.

Hace falta irse mimetizando con el nuevo año, aprender a quererlo, sembrarlo lentamente de expectativas; decir adiós, en la distancia, a las personas que perdimos por el camino, a las historias que no llegaron a suceder, pero esperábamos temblando. A unos siempre les resulta todo esto más fácil que a otros: depende del grado de optimismo particular. El mío nunca ha sido demasiado alto ni me defino como una persona aventurera. Los cambios, en general, me abruman, aunque sean necesarios para seguir viviendo.

Y la vida sigue y el frío es cada vez más frío, inevitablemente. Pero hay que seguir creyendo, porque, si nos arrebataran la ilusión, nos volveríamos tan grises como esa luz de amanecer. Sin embargo, en otros lugares de la Tierra ni siquiera amanece: viven inmersos en una perpetua sombra que, según los periódicos, se extenderá a lo largo de varios meses. «Guerra», lo llaman, y esa palabra parece justificarlo todo. Apagarlo. Sembrarlo de distancia.

Me imagino el curso de la historia como un río que fluye desde esa sombra, desde esa tierra abandonada por la luz, hasta nuestra orilla. Distinguimos el resplandor de la muerte, pero resulta sencillo cerrar los ojos y los labios. Los días pasan como peces azules. El miedo no siembra aquí su intimidad pastosa, su pulso destrozado, pero nos alcanzan esos ecos. Somos capaces aún de conmovernos, pero desde nuestra posición no podemos hacer nada por cambiar los acontecimientos.

En el mar de la historia desemboca todo el dolor; hay ciudades construidas con los rostros de las personas que dejaron de existir, que fueron abandonados por la luz.

Esta Nochevieja, fue la primera vez en mi vida que no me dio tiempo a comerme las doce uvas en consonancia con las doce campanadas. En años anteriores, me dedicaba a pelarlas y a quitarles las semillas y el truco era infalible. Pero este año, mi madre, por aquello de experimentar, compró una variedad especial de uvas sin semillas que estaban bastante duras y no podían pelarse. Y a la tercera sucumbí. Ninguno de los allí presentes fuimos capaces de terminarlas.

Nos quedamos algo preocupados por la ruptura de esa tradición. Y mi cadena de pensamientos avanzó hasta el punto de avergonzarme de que unos podamos preocuparnos por esas absurdeces y otros no tengan nada que llevarse a la boca y empiecen el año cada noche, porque nunca sepan qué noche será la última. Pero claro, pensar en todo esto no sirve de nada, ni culpabilizarse. La culpa, en realidad, es de aquellas élites que mueven el mundo a su antojo, que deciden dónde y por qué habrá guerra, guerra… Guerra. Qué terrible palabra. Me vienen siempre a la cabeza aquellas manifestaciones en 2003 y yo, con trece años, al lado de mis padres, con mi chapita de “NO a la guerra”, letras rojas sobre fondo negro; Irak, Bush, Sadam, Aznar, las inexistentes “armas de destrucción masiva”… Creo que fue por entonces cuando comprendí que todos los conflictos armados son absurdos, más aún en este siglo. Absurdos para el grueso de la humanidad, pero beneficiosos para unos pocos. Por eso siguen existiendo.

En el mar de la historia, la verdad brillará siempre, aunque desde algunas partes del río sea muy sencillo taparse los ojos e ignorar lo que sucede ahora o lo que sucedió hace unas decenas de años. La conciencia social no es muy efectiva por sí sola, pero constituye la base necesaria para que exista justicia. Y aquí me diría León Felipe que “justicia” es la palabra más cómica del vocabulario español, para muchos. Me recordaría cuando Don Quijote salió a los caminos exigiéndola y el mundo soltó una inmensa carcajada que todavía resuena. Pero, si no hubiera idealismo, nos volveríamos tan grises como la luz del amanecer.

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