Opinión | EL LÁPIZ DE LA LUNA

Lo que he aprendido de los niños

Nos hemos olvidado de soñar, porque le roba horas al reloj y permanecemos en lugares o en personas que no nos hacen ni quieren bien. ¿Y todavía creemos que somos nosotros, los mayores, los que sabemos de la vida?

Un grupo de niños en un colegio

Un grupo de niños en un colegio / EP

"No crezcas, es una trampa", como diría Peter Pan; sin embargo, cuando somos niños nos pasamos parte de la infancia, sobre todo de la adolescencia, fantaseando con ser mayores porque tenemos la falsa ilusión de que el mundo será mejor, de que podremos hacer infinidad de cosas y, en especial, porque seremos libres. Luego, una vez que llegamos a la edad adulta, nos damos cuenta de que eso a lo que llamábamos «libertad» más bien se parece a la esclavitud de una serie de responsabilidades externas e internas que nos obligan a prolongar cosas que nos harían felices, como un café con amigos. Ahora estamos presentes a través de WhatsApp y eso ha sustituido la cercanía de una mirada, de un estar ahí para los demás y para uno mismo. Todo se reduce a: «A ver si cuadramos y nos tomamos algo» y en el eco de nuestras palabras, incluso del deseo de que así sea, sabemos que difícilmente ese momento llegará. «Ven conmigo, donde los sueños nacen, donde el tiempo no está planificado», dice un niño, cuyo deseo es no crecer. No quisiera que me malinterpretasen, crecer tiene sus cosas buenas, pero los sueños, por lo que sea, dejan de nacer. Más bien quedan aparcados en un segundo plano, debido al trabajo y al pago de facturas, y cuando no estamos produciendo para sufragar gastos, estamos demasiado cansados para soñar.

Por motivos laborales, durante algunas horas al día, el piloto automático en el que tengo la sensación de vivir desde hace unos meses queda suspendido. En esos momentos me dedico a observar a los niños y aprendo un montón de cosas. Por ejemplo, el tiempo pasa más despacio cuando dejas de estar pensando en lo que sucederá después, dentro de un rato o mañana. Para ellos solo es importante lo que está sucediendo ahora y estar conectados a ese presente, sin preocuparnos de si el mundo se acaba media hora más tarde, nos brinda un gran abanico de posibilidades. También me han enseñado la importancia de vivir ilusionados. De creer en la magia. Sí, lo sé, no tenemos edad para creer en el ratoncito Pérez ni en los Reyes Magos, pero, ¿acaso no podemos creer en la magia de una sonrisa? ¿En la ternura que nos transmite una amistad sincera después de pasar un rato con nosotros? Otro aprendizaje de esos seres de apenas metro y medio es la importancia de acercarnos a aquellas personas que nos tratan con cariño. Los niños, sabiamente, saben ir allí donde reciben amor y huyen, y te lo hacen saber, de todo aquel que no les valida y no les respeta.

En cambio, nosotros, los adultos, hemos dejado de vivir en el presente para estar siempre en un hipotético futuro. En resumen, nunca estamos en ninguna parte. Nos hemos olvidado de soñar, porque le roba horas al reloj y permanecemos en lugares o en personas que no nos hacen ni quieren bien. ¿Y todavía creemos que somos nosotros, los mayores, los que sabemos de la vida? En el capítulo dos del libro que cuenta la historia de Peter Pan, titulado La sombra, el narrador dice: «A las estrellas más viejas se les han puesto los ojos vidriosos y rara vez hablan, pero las pequeñas todavía sienten curiosidad», yo no quiero que la mirada se me empañe ante los pequeños milagros de la vida ni tampoco dejar de titilar ante un amanecer o un gesto bondadoso. Así que me quedo con otra lección del chiquillo que no quería crecer: «No necesitas ser un niño para creer en la magia, solo necesitas tener un corazón que sienta». ¡Sintamos, pues!