Opinión | CRISIS CLIMÁTICA

Lejos del estado de emergencia climática

El negacionismo descarnado sigue estando circunscrito a círculos minoritarios y representado políticamente de forma abierta solo en posturas como las de Vox

Época de sequía

Época de sequía / FERRAN NADEU

Se cumplió recientemente el cuarto aniversario de la solemne declaración del estado de emergencia climática por parte del Congreso de los Diputados. Tiempo suficiente para hacer un balance, aún más pertinente a las puertas de la próxima cumbre sobre el cambio climático, la COP28, que se celebrará a partir del 30 de noviembre en Dubái. Y en concreto, para reflexionar sobre hasta qué punto las instituciones y partidos españoles han sido consecuentes con el compromiso que adquirieron entonces: porque si hablamos de resultados concretos en materia de reducción de emisiones, esa contabilidad está ya hecha. Y no es positiva, aún más cuando cada nueva evidencia señala que los objetivos marcados se demuestran cada vez más insuficientes no para revertir, sino incluso para mantener el clima dentro de unos márgenes asumibles.

La centralidad del discurso climático en las propuestas y debates políticos (más en los políticos que en los públicos en sentido amplio: sí hay colectivos, generaciones y empresas que están intentando cumplir con sus deberes y encuentran en la Administración a veces más frenos que estímulos) es relativa. En absoluto la que sería propia de un estado de "emergencia". Y si el negacionismo descarnado sigue estando circunscrito a círculos minoritarios y representado políticamente de forma abierta solo en posturas como las de Vox (el único partido que no se sumó al consenso en 2019 y que juega a imaginar conspiraciones tras los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU), las tentaciones de relajar objetivos o buscar excepciones se ha ido incorporando más allá de los colectivos más irracionales, a medida que la necesidad de desplegar medidas concretas va afectando a intereses cada vez más específicos.

No se puede negar que ha habido avances que hubiesen sido impensables sin un nivel de concienciación ya irreversiblemente asumido. Desde la ley de residuos al ya imparable incremento de la generación de energía eléctrica eólica o fotovoltaica o los planes para desplegar las infraestructuras necesarias para utilizar el hidrógeno como combustible limpio o (a un nivel aún insuficiente) para electrificar la automoción.

Sin embargo, cada campaña y cada debate electoral o parlamentario muestran que el foco de la atención de nuestros políticos no siempre está donde debería. Y debates necesarios como el de la gestión del agua en un contexto de sequías crecientes, el de la creación de zonas de bajas emisiones en todas las ciudades medianas y grandes, el de la promoción del transporte público o el de la sostenibilidad de la producción y consumo de carne suelen moverse en medio de resistencias de sectores abocados a una transformación que no es fácil, cuando no de la caricatura frívola o irresponsable. 

Con sus avances, insuficiencias e incluso retrocesos, en cualquier caso hay una desproporción entre los buenos propósitos expresados hace cuatro años y la realidad. La política española parece vivir en perpetuo estado de emergencia, pero no precisamente en lo que respecta a la crisis ambiental. La desproporción entre la importancia de lo que nos jugamos globalmente y la prioridad que ocupa en las agendas políticas no tiene ninguna justificación Comienza en breve otra legislatura. A ver.