Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA

Creer y odiar

No, no soy un hombre de fe. Más bien, como dijo Saramago, soy un "animal inconsolable", consciente de lo efímero

Las bacterias resistentes a los antibióticos son transportadas desde la vegetación hacia la atmósfera por acción del viento: logran atravesar enormes distancias, ocultas en las nubes.

Las bacterias resistentes a los antibióticos son transportadas desde la vegetación hacia la atmósfera por acción del viento: logran atravesar enormes distancias, ocultas en las nubes. / Crédito: Elisa en Pixabay.

Soy un ser incapaz de la fe. Siempre he tenido un terco sentido de la razón que me impulsa a la certeza de que me encamino sin remedio hacia la nada de la que provengo, que antes y después es el vacío y este tránsito de la vida es solo un leve latido de luz en las tinieblas. Y aunque alguna vez me rozó la duda ("sería absurdo que todo esto fuera absurdo", dejé dicho en un poema), no me alcanza, no es suficiente para la esperanza.

Sin embargo, entiendo a quienes sí les llegó la dorada dicha de creer que todo será recompensado, que alcanzarán un día una inmortalidad iluminada por un dios bondadoso que borrará el dolor y les depositará a salvo en el paraíso. Lo que nunca he logrado entender es que a no pocos esa esperanza les lleve al odio hacia el que la ve de otro modo y ese odio les arrastre a la destrucción. Porque por ahí todo seguido podríamos llegar a la conclusión de que creer, en lugar de a la esperanza, lleva a la gente al desastre.

Vuelvo la vista a la ventana. Al otro lado del cristal, sobre el mar que miro y que me mira, se está formando una tormenta. Llega el viento de poniente empujando nubes cargadas de agua. Parece que por fin va a llover y yo espero la lluvia como un niño espera la tarde de juegos, acaso el circo. Casi no recuerdo la lluvia, que a estas alturas es una desaparición todavía. El cuerpo, como una necesidad física, como un impulso que me llega al ánimo cada vez más vencido, me dice "Juan, escribe de la lluvia, de la tormenta, de esa luz húmeda que se ha metido por la ventana para hacerte gris la sombra de las manos". Pero no puedo. Tengo que escribir de otra cosa, de aquello con lo que empecé. Porque el dolor no puede estancarse. Y porque tengo que decir que me duelen todos los niños, todos los ancianos, todos los que han caído bajo las balas y las bombas, bajo todas las balas y todas las bombas.

No, no soy un hombre de fe. Más bien, como dijo Saramago, soy un "animal inconsolable", consciente de lo efímero y empeñado en entender por qué, si la vida es un soplo, nos empeñamos en hacerla tan terrible.

Avanza la tormenta. La claridad grisea y el viento despeina las olas. Mirando a la playa es difícil pensar en el odio, en la guerra y el dolor. Como me decía a menudo mi maestro Manuel Alcántara, el mundo se podría arreglar mirando al mar y leyendo a Jorge Manrique. Bastaría, por lo menos, para la paz.