Opinión | LA SUERTE DE BESAR
Pedir perdón por pedir perdón
Mis amigos y yo hicimos una lista con algunas de las situaciones en las que pedimos perdón de forma innecesaria. Son demasiadas
El padre entró en el chiquipark como un huracán. Estiraba a su hijo de siete años del brazo, que lloraba a moco tendido. Se acercó al grupo de progenitores que comíamos restos de pastel y delante de todos gritó: "Pídele perdón" y apuntó al homenajeado. Un chavalito sentado en un trono, con corona dorada y cara de circunstancias. El llanto impedía que el niño pudiera hablar, pero el padre insistió. "¡Que le pidas disculpas por darle un pelotazo!", chilló y el pobrecito susurró la palabra mágica: perdón. Cuando me cruzo con el chico, que hoy ya se peina con el flequillo tipo cortinilla sobre la frente y tiene las piernas peludas, tengo ganas de abrazarle. Y eso que han pasado casi ocho años del momento tétrico. Hay perdones que lo único que buscan es ridiculizar a quien lo pide.
Otros perdones son protocolarios, para salir del paso. Se dicen para quedar bien, pero no se sienten. Lo único que anhela quien lo solicita es pasar el trance lo más rápido posible. Como el tirón de cera al depilarte. Pienso en cuando pillaron al rey emérito cazando elefantes y soltó el famoso «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Cuando mi amiga descubrió la infidelidad del marido: «Perdona, ha sido cosa de una noche y no lo volveré a hacer», dijo el innombrable o cuando el presidente de la Confederación de Hostelería, José Luis Yzuel, se excusó esta semana por justificar las jornadas partidas, «de doce a doce», de los camareros en temporada alta. «Un chascarrillo» y, así, pasa página. Todos sabemos que el ex rey de España, el ex de mi amiga y el hostelero volverían a hacerlo una y otra vez porque, en realidad, ni sienten el daño infligido ni están de acuerdo en la falta de idoneidad de sus actos y palabras.
En los colegios religiosos me inculcaron pedir perdón por (casi) todo. Por olvidarme una libreta, llegar medio minuto tarde, estudiar poco o susurrar en clase. Vivía en un sentimiento de culpa constante y, a día de hoy, aún siento esa losa sobre la espalda. Muchos de mis amigos, también. El otro día, mientras tomábamos unas cañas, hicimos una lista de algunas de las veces que pedimos perdón de manera compulsiva e innecesaria. Demasiadas. Nos disculpamos al pasar entre la gente en un autobús, al solicitar el turno de palabra en una reunión, al ser demasiado sinceros o al presentarnos a una cita amorosa sin habernos teñido las canas o depilado las axilas. Pedimos perdón por comer más de la cuenta, por estar gordas, por tener una gripe y no poder ir a trabajar o por querer divertirnos por encima de lo convencionalmente establecido. Estamos inmersos en una sobredosis de perdones protocolarios y sinsentido y, mientras tanto, obviamos y olvidamos los verdaderamente útiles, justos y liberadores.
Me pregunto si el padre del chiquipark le pidió perdón a su hijo por ridiculizarle. O si la pareja de mi amiga se disculpó por haber resquebrajado su confianza. O si el monarca entendió que había sobrepasado los límites de sus funciones. O si Yzuel se ha dado cuenta de que sus comentarios rezuman menosprecio hacia los trabajadores. Creo que no y hay que reconocer que todos ellos, como muchos otros, habrían valido mucho la pena.
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